El día mismo de mi llegada a la delegación de la Cámara de Comercio en Nueva York, unos años atrás, al señor Carvajal le faltó tiempo para prevenirme del carácter apolítico de aquella oficina en concreto y de la burocracia en abstracto.
– Cada cual es muy dueño de opinar como se le antoje, pero el tejido funcionarial está por encima de los partidos y las banderías. El único horizonte político de un funcionario es el trámite que le concierne, y nada más.
Yo asentí como habría asentido a cualquier cosa que me hubiera dicho el jefe el primer día de trabajo. Luego cumplí la regla sin esfuerzo, porque la política me interesaba poco y en la delegación la realidad cotidiana de España quedaba muy lejos. Mis compañeros de trabajo llevaban años viviendo en Nueva York y como la comunicación con España era escasa, fragmentaria e infrecuente, habían acabado integrándose en la vida cotidiana local y guardaban de su país de origen una noción sintética y peregrina en la que convivían en un plano de igualdad Unamuno, Lola Flores y el último chisme llegado de los mentideros de Madrid.
Ahora, sin embargo, en la oficina imperaba un nerviosismo al que ni siquiera el señor Carvajal podía sustraerse.
Como si la Historia hubiera querido hacer limpieza en el desván de los trastos viejos, en marzo de 1974 se vino abajo la dictadura en Portugal; poco después ocurrió lo mismo en Grecia, y en aquellos momentos, en España, Franco estaba a punto de irse al otro mundo.
Entre la colonia española, menos ensimismada, nada ponía cortapisas a una mezcla de euforia y malestar. Todos deseábamos el fin de una dictadura en la que habíamos nacido y vivido hasta la edad adulta y cuyos sangrientos coletazos nos habían producido indignación, pero éramos conscientes de que estábamos viviendo a distancia aquel acontecimiento político trascendental y de que, por esta causa, nunca podríamos reintegrarnos a una comunidad que era la nuestra y a la que habíamos vuelto la espalda en aquel momento decisivo.
Mi amigo Ernie era el único disidente.
–Si de verdad queréis dejar atrás esta maldita etapa, lo primero es superar el patriotismo de manual.
Ernie llevaba más tiempo que nadie en Nueva York, participaba activamente en el movimiento gay y por razones obvias no guardaba de España un buen recuerdo.
Los demás no podíamos evitar una vaga nostalgia. Sabíamos que cuando desapareciera la era que Franco había encarnado, desaparecerían con ella los últimos vestigios de nuestra infancia y seguramente tendríamos la sensación de haber vivido para nada. Estábamos despidiendo una época sin duda nefasta, pero en definitiva nuestra. Habíamos vivido infancia, adolescencia y juventud inmersos en una atmósfera contaminada y enfermiza, pero no teníamos otra.
No podíamos evitar una vaga nostalgia. Estábamos despidiendo una época sin duda nefasta, pero en definitiva nuestra
Esta sensación se aguzaba con el paso continuo de españoles itinerantes. No venían con la idea de afincarse, pero tampoco eran turistas. Recalaban en Nueva York y se quedaban mientras les duraba el visado o el dinero, y a menudo un poco más. Se metían donde podían, generalmente en casa de alguien, dormían en un sofá convertible o en el suelo, y contribuían como podían a su sustento diario. Los miembros permanentes de la colonia española los acogíamos con una resignada generosidad. Yo mismo la practicaba, por más que me irritaban aquellos advenedizos que creían saberlo todo y tener derecho a todo por el mero hecho de haberse lanzado al vacío. Luego, en la práctica, me dejaba ganar por la complicidad fácil que se establecía entre los recién llegados y los antiguos residentes. Por más que nos sintiéramos neoyorquinos de adopción, teníamos más puntos de contacto con aquellos desconocidos provenientes del hogar común que con cualquiera de nuestros vecinos. También influía en nuestro desprendimiento la vanidad de demostrar a unos forasteros despistados cómo en aquella ciudad difícil nos movíamos como en nuestra propia casa. Ellos daban por sentado que nosotros vivíamos una bohemia frenética, entre orgías y drogas. Al descubrir que llevábamos una vida ordenada sufrían una decepción.
Así pues, debemos participar de esta literatura siguiendo el ejemplo de las abejas, pues éstas no se dirigen de forma indiscriminada a todas las flores, sino que toman cuanto de ellas les es provechoso y renuncian a lo restante.
Una tarde de mediados de otoño sonó el teléfono justo cuando yo abría la puerta de mi apartamento, a la vuelta del trabajo.
Era mi hermana. En Barcelona debía de ser bien entrada la noche. Anticipé el motivo de una llamada tan extemporánea y me dio un vuelco el corazón.
–¡Se ha muerto Franco!
Mi hermana suspiró.
–Ni hablar. Con ése no hay quien pueda. Te llamo para pedirte un favor.
–Muy importante ha de ser. Una conferencia, y a estas horas…
–No sabía cuándo te podía pillar en casa y no me daba tiempo a escribir. Toma nota. Dentro de un par de días llega a Nueva York una compañera mía de la facultad. Araceli de Castro. Apunta el nombre.
–¿Es guapa?
–Es una chica formal, de una familia muy rica y muy estirada. Y está prometida. Ni se te ocurra echarle los tejos. Además, viaja acompañada de su tía. Se alojarán en el hotel Plaza. Sólo se quedarán un día y medio, para descansar antes de seguir viaje a Chicago. Le he prometido a Araceli que tú les harás de guía.
–Vaya plan.
–Sí, un palo, ya lo sé. Por eso te lo pido como un favor muy especial. La tía es una mujer mayor pero no una anciana. Llévalas a pasear, a un museo, a un buen restaurante, y por la noche, a un teatro. No sé si saben inglés. Tú no repares en gastos. Me interesa quedar bien. Si te sales del presupuesto, yo me hago cargo. Ahora estoy bien de dinero. Y no se te ocurra llevarlas a esos sitios de cuero y látigo que tú frecuentas.
–¿Tan amigas sois? Nunca te había oído hablar de ella.
–Amigas, amigas, no somos. Pero en este país todo funciona a base de relaciones.
–Las relaciones sólo funcionan si ya estás relacionado.
–Quizá, pero tú haz lo que te pido.
Le pregunté por Tomás, intercambiamos cuatro frases más sobre la familia y colgamos.
A pesar de mis reservas, me propuse quedar bien. Anamari seguía en Barcelona, metida en la casa familiar, cuidando de nuestra madre. Su abnegación no le impedía trabajar y hacer su vida, y seguramente no le atraía la vida nómada como a nuestro hermano Agustín o a mí, pero aun así, yo sentía ramalazos de mala conciencia por haber echado sobre sus espaldas todas las obligaciones filiales.
Al día siguiente pedí permiso al señor Carvajal. Cuando supo la causa no puso pegas. Atender a españoles de alto nivel era parte de nuestro trabajo. De todos modos, me descontó un día de mis vacaciones, de acuerdo con un reglamento que invocaba de continuo sin que nadie se hubiera tomado la molestia de cotejarlo o, cuando menos, de comprobar que realmente existía.
Reservé mesa en un buen restaurante italiano de Madison Avenue y, después de dar muchas vueltas al asunto, compré tres entradas para un musical de Broadway.
Los musicales de Broadway gozaban de fama mundial y no requerían entender el inglés para disfrutar del espectáculo. En los primeros meses de mi estancia en Nueva York la curiosidad me había llevado a ver un par de musicales de renombre. Me parecieron vistosos y muy bien hechos, pero no despertaron mi entusiasmo ni mi afición. Luego vi alguno más para acompañar a visitantes de compromiso, como ahora me proponía hacer con la amiga de mi hermana y su anciana tía.
Por aquellas fechas todos los elogios recaían en una obra titulada A Chorus Line. Se había estrenado off-Broadway a principios de año y al cabo de unos meses el éxito de público y crítica hizo que reabriera en el Schubert Theatre, en la calle 44. Conseguir entradas con tan poca antelación era imposible, pero yo conocía a un valenciano que trabajaba en la recepción del hotel Saint Moritz. Los hoteles de lujo solían tener entradas de teatros, ópera y conciertos, para revenderlas a sus clientes. Mi amigo me consiguió tres butacas de platea a un precio astronómico.
El día previsto acudí al Plaza al caer la tarde, cuando Araceli de Castro y su tía ya debían de haber llegado. En la recepción me informaron de que las esperaban, pero seguramente el vuelo había sufrido un retraso y aún no se habían registrado.
Pedí papel con membrete del hotel y escribí una nota de bienvenida. Añadí que estaba a su disposición, pero daba por sentado que aquella noche preferirían descansar, por lo que, si no tenían inconveniente, las pasaría a buscar por el hotel la mañana siguiente a las diez. Anoté mi número de teléfono, metí la nota en un sobre, compré un ramito de flores en la floristería del hall y pedí al recepcionista que subieran las flores y la misiva a la habitación de las señoras De Castro.
Araceli de Castro era de mediana estatura, redonda de cara y hechura. Su expresión era de afectado hastío. No me gustó nada
Esa misma noche recibí una llamada de Araceli. Acababan de llegar y habían encontrado las flores y la nota. Efectivamente, estaban derrengadas. Su tía ya se había acostado. En cuanto a mi ofrecimiento para el día siguiente, lo aceptaban de mil amores, siempre y cuando no supusiera una molestia para mí. Respondí con las habituales zalamerías y ella asintió con reiteradas muestras de agradecimiento.
Cuando entré en el Plaza a la hora convenida, Araceli me esperaba junto al mostrador de recepción. Pese a no habernos visto antes, ambos nos reconocimos sin dificultad.
Araceli de Castro era de mediana estatura, redonda de cara y hechura. Vestía traje chaqueta de buena tela y buen corte. Un flequillo le cubría la frente. Su expresión era de afectado hastío. No me gustó nada.
Intercambiamos saludos y acto seguido me condujo ante una dama enjuta, erguida en la punta de un butacón. Iba de negro de la cabeza a los pies y tenía las manos cruzadas sobre el puño de un bastón.
–Tía, éste es Rufo Batalla, el hermano de Anamari. El que nos acompañará y nos enseñará Nueva York.
La dama me inspeccionó sin prisa con unos ojillos de un azul desvaído, pero vivaces.
–¿Es usted familia de los Farfán?
–No, señora.
–Un hijo de Conchita Farfán se llama Rufo.
–Es un nombre poco común. Pero yo no tengo nada que ver con los Farfán.
Araceli nos sacó de aquel bucle.
–No te he presentado a mi tía, la abadesa de las clarisas.
–¿Abadesa?
–En el Real Monasterio de Santa Clara, en Tordesillas. Mi tía va a Chicago, a visitar al arzobispo, de quien fue colaboradora en una época y que ahora está gravemente enfermo. La idea de hacer un alto para descansar y conocer un poco Nueva York se me ocurrió a mí cuando Anamari me dijo que tú nos harías de cicerone. Por mi tía no te has de preocupar: es mayor, pero se apunta a un bombardeo.
–Para mí será un honor, pero sin conocer sus antecedentes he sacado entradas para un musical de Broadway y no sé si…
La abadesa intervino desde su sitial.
–¿Hay escenas de desnudismo integral?
–No creo.
–Entonces no pasa nada. La música me gusta y los temas escabrosos me traen sin cuidado, porque no sé inglés y estoy bastante sorda.
–Araceli la llama tía. Dígame cómo he de llamarla yo.
–En el monasterio, reverenda madre. En la Curia, eminencia. En Manhattan, con doña María basta y sobra.
Se levantó sin ayuda. Araceli la ayudó a ponerse el abrigo, la bufanda, los guantes y un casquete de lana. Concluido el arreglo, la anciana golpeó el suelo con el bastón.
–¡En marcha!
El día era claro, el aire limpio y aunque estábamos a mediados de noviembre, todavía no arreciaba el frío.
Caminamos por la Quinta Avenida hasta la Frick Collection. Tal como yo había calculado, a aquella hora había muy pocos visitantes y pudimos ver los cuadros reposadamente. La abadesa no era ignorante en materia de arte.