Al releer —o habrá quien, no atento a la poesía de calidad contemporánea, la lea por vez primera—, la obra poética de Miguel Casado (Valladolid, 1954), reunida bajo el título Deseo de realidad, advertirá enseguida la alta frecuencia de un conjunto léxico del campo de la vista: “contemplar”, “fijarse”, “mirada”, “mirar”, “ojos”, “ver”, “visión”, “vista”; también otras relacionadas, “cristal”, “vidrieras”, “ventanas” y otras más, son palabras que se reiteran desde el primero de los libros, La condición de pasajero (1986), se continúa en los siguientes y es relevante que el más reciente se titule El sentimiento de la vista (2015).
Tengo esto como esencial en la poesía de Casado, en la que ese yo que mira el mundo elige aquellas escenas o secuencias que por una intuición —del latín intueri, “mirar atentamente, admirar, contemplar con asombro”— se destaca de la multiplicidad de la realidad como significativa, sin necesidad de que en sí misma sea excepcional —en ese mismo libro: “Todo lo que nos habla / es minúsculo” y también “nada encontraba / semejante al asombro del mundo / árbol de luz, pájaro de agua”—, y exige ser puesta en palabras.
Quien realiza esa operación es un sujeto individual, pero no puede perderse de vista que en El sentimiento de la vista, en un poema que como tantos otros habla de algo nada extraordinario, estar mirando la luna, las nubes, se lee: “Mirar es compartir el mundo, / las intensidades cambiantes, / el aura en que reposan / las cosas o se afilan”.
Esto es decisivo: los poemas de Casado no surgen para sí mismo (que también, claro), sino para compartir con el lector, para regalar a quien los escuche el sentimiento de la vista, expresión afortunada como pocas. Como respondiendo a una exigencia, la experiencia propia se expone e invita a compartirla; ha de decirse, pues, según se lee en La mujer automática (1996), “Silencio no son ojos, / El silencio no piensa”, que serán las palabras las que digan el pensamiento, recuérdese el anudamiento de ver y el pensamiento desde el griego idei, ‘ver’ y su derivado idea.
Ya se advertía en uno de los poemas de Inventario (1987), tras nombrar un río, unas plantas, dice “bruscamente, como sobria / negación, sin anuncio, / llega el conocimiento” y en Tienda de filtro “el ver y el saber, el representar” ¿no se lee como una secuencia de sinónimos?
En la poesía de Casado ese conocimiento se expresa siempre en una armonía rítmica —al respecto dice un poema que “la medida / de los versos depende del tamaño / del papel”—, y en un lenguaje nada retórico, culto, aunque muy cercano al uso general de la lengua, pero sin caer en el coloquialismo, y el resultado es que quien habla al lector es alguien próximo, un amigo.
Reuniendo poemas de unos y otros de estos libros se podría conformar un cancionero de amor, relato de una vida plenamente compartida, de complicidad. Poemas que hablan de ella, “llega, desde un punto distante, / al fondo de la casa, el ruido / de una máquina de escribir”, “Hacía mucho / que te habías ido a la cama”, “Por la noche, ya muy tarde, / pones tu cabeza sobre mi hombro, / la aprieto contra mi mejilla”, y poemas que hablan de “nosotros”, “Salíamos juntos a mirar la luna” o se habla de “nuestra historia: aprender juntos”, felicidad doméstica si se quiere, la felicidad del amor, “Voy contigo como tú otras veces / conmigo […] Voy contigo, / te escribo este poema de amor”.
Todo habla de algo más allá de lo que se dice: “Me acojo en este nido para ser”. Deseo de realidad que ofrece una excelente lectura de la realidad, de la realidad poética que es otra realidad.
La precariedad de los árboles
se desnuda en el vendaval. No solo
con sus troncos delgados los jóvenes,
casi a punto de quebrarse;
también los adultos, los ancianos,
desgajados en penachos, vueltos
contra sí mismos. Nos protegemos
con la pared para seguir hablando,
y desde ahí veo las cabezas blancas
de las azucenas que agitan su rúbrica
airosa y de olor, altas soberbias.