“Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes, tristes. // Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes, tristes”. De triste actualidad estos versos, publicados en Cancionero y romancero de ausencias, que recoge poemas escritos entre 1938 y 1941. De actualidad también porque este 28 de marzo se cumplen ochenta años de la muerte de su autor: Miguel Hernández.
Un poeta, uno de los grandes de la poesía contemporánea, que en 1933 había publicado, tras algunos poemas en la prensa, un primer libro sorprendente, Perito en lunas, sorprendente porque era el trabajo de un joven que había tenido una escasa formación, bien que con calificaciones excelentes.
Nacido en Orihuela en 1910, hijo de una familia cuyo padre se dedicaba al ganado, fue sacado del colegio antes de cumplir los quince años para ser pastor de cabras y ovejas. Solo su vocación por la poesía y su tesón explican que aquel pastorcillo fuese lector voraz aprovechando la puerta abierta de su biblioteca que le había ofrecido Luis Almarsa, vicario de la catedral.
La lectura de los clásicos le trajo a Góngora y no se puede olvidar que en 1927 se había conmemorado el tercer centenario de la muerte del cordobés y Góngora había renacido para la poesía española. El acto de Sevilla, la edición de Soledades a cargo de Dámaso Alonso, la antología en homenaje preparada por Gerardo Diego y Soledad tercera, poema incluido en Cal y canto (1929, aunque con publicaciones anteriores) de Rafael Alberti, son solo algunos de los resultados más significativos de aquel renacimiento. De todos ellos, Alonso lo calificó de “epígono genial”.
De Góngora directamente y de ese nuevo ambiente surgen las octavas de Perito en lunas y también la distorsión de la sintaxis y un trabajo metafórico que lleva el discurso a una elevación de la palabra que da en una especie de lenguaje cifrado. Y en cuanto a los temas, mayoritariamente rústicos, “oveja”, “pozo”, “toro” y tantos otros elementos de su realidad cotidiana, pero también “negros ahorcados por violación”.
Buscando el ambiente literario había viajado a Madrid con dinero prestado en 1931, regresó al campo, pero en 1934 hace un nuevo intento, conoce a Lorca, a Aleixandre, luego a Neruda, y ese año publica ¡un auto sacramental! a la manera de Calderón, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, pero las nuevas lecturas le llevan a otros caminos.
En 1935, “Herido por la pena” de amor, publica El rayo que no cesa, donde se recoge la elegía a su amigo de juventud Ramón Sijé, uno de los poemas inolvidables de la lengua. El campo como retiro del enamorado, para quien el amor es “un carnívoro cuchillo”.
La guerra española estalla, el poeta se alista en el Quinto Regimiento, recorre los frentes, recita a los soldados, escribe artículos y poemas en El mono azul, Hora de España y en 1937 se casa con Josefina Manresa y ese mismo año viaja a Rusia. Los nuevos poemas darán lugar a Viento del pueblo, ese pueblo del que él era uno más. Entre lo épico y lo lírico, la tragedia de la muerte: “Moriré como el pájaro: cantando”.
La elegía por la muerte de García Lorca, la explotación de los trabajadores, el heroísmo de tantos, “Ceniciento Mussolini”, voz exaltada y su poesía “impura”, en términos juanramonianos, es pura poesía, potencia de la metáfora, sabiduría rítmica, etc., que se eleva sobre las circunstancias que la inspiran. “Aceituneros”, “Canción del esposo soldado”, de nuevo hay que decir que son textos inolvidables.
Hernández continuó escribiendo poemas durante la guerra y en 1939 se imprimió y estuvo a punto de publicarse El hombre acecha, que el triunfo de los sublevados impidió. El hombre, su maldad, aleja la vida: “Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre”. La guerra, la muerte, vuelven a los poemas para decir “Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla / desde todos sus muertos. No es estéril la muerte, sirve a un mundo mejor: “Para la libertad sangro, lucho, pervivo, / para la libertad, mis ojos y mis manos.”
No ha de estar solo él en esa lucha poética, ahí está “Llamo a los poetas”, donde se dirige a Neruda, Aleixandre, Alberti, Cernuda, Juan Ramón y tantos otros: “Hablemos del trabajo, del amor sobre todo […] Dejemos el museo, la biblioteca, el aula / sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo […] Ahí está Federico: sentémonos al pie / de su herida, debajo del chorro asesinado.”
Con la derrota de la República, Hernández intentó librarse de la gran represión, pasa a Portugal, lo devuelven a España. Condenado a muerte, amigos, Cossío, Ridruejo, etc., consiguen que se conmute la pena, sale de la cárcel, vuelve a Orihuela y es de nuevo detenido. Más reclusión, penurias, enfermedades, la suerte está echada. El 28 de marzo de 1942 en el Reformatorio de Adultos de Alicante concluyó la tragedia.
De los últimos años son los poemas de Cancionero y romancero de ausencias, allí el dolor por la muerte de su primer hijo, las famosas “Nanas de la cebolla”, allí decirse a sí mismo “Hablo después de muerto”, la ausencia de la amada, allí rayos de esperanza y de desesperanza en sus últimos versos: “Oasis es tu boca / donde no he de beber”.
Poesía excelente la de Miguel Hernández, llena de emoción. Los estudios literarios lo repiten una y otra vez y, en las voces de Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez. Enrique Morente y otros más, piezas indiscutibles de la cultura popular. Lo escribió Antonio Machado: “Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son”.
Poemas de Miguel Hernández
XVIII [Pozo]
Minera, ¿viva? luna, ¿muerta? en ronda,
sin cantos, cuando en vilo esté no tanto,
cuando se eleve al cubo, viva al canto,
y haya una mano que le corresponda.
Dentro de esa interior torre redonda,
subterráneo quinqué, cañón de canto,
el punto, ¿no?, del río, sin acento
reloj parado, pide cuerda, viento.
(De Perito en lunas)
Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos,
que son dos hormigueros solitarios,
y son mis manos sin las tuyas varios
intratables espinos a manojos.
No me encuentro los labios sin tus rojos,
que me llenan de dulce campanarios,
sin ti mis pensamientos son calvarios
criando cardos y agostando hinojos.
No sé qué es de mi oreja sin tu acento,
ni hacia qué polo yerro sin tu estrella,
y mi voz sin tu trato se afemina.
Los olores persigo de tu viento
y la olvida imagen de tu huella,
que en ti principia, amor, y en ti termina.
(De El rayo que no cesa)
Vientos del pueblo me llevan
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me avientan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
(De Viento del pueblo)
Canción última
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
(De El hombre acecha)
El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules,
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.
De aquí al cementerio, todo
en azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos y los muertos.
Cuatro pasos y los vivos.
Límpido, azul y dorado
se hace allí remoto el hijo.
(De Cancionero y romancero de ausencias)