A Baudelaire hay que empezar a leerlo cuando se es muy joven. A los diecisiete, por ejemplo, cuando sentimos que en la cubierta de la vida se burlan bestialmente de nuestros sueños mecidos en los vientos, cuando los deseos nos crecen como alas espantosamente bellas e imposibles de plegar. Cuando somos albatros, “esos reyes / del azul”, cosa que nos durará apenas dos o tres años. Leer a Baudelaire sigue siendo –antes y ahora– como cursar un máster en rebeldía fresca, como apuntarse a un taller de desapegos, como asistir a un curso cruel de antiayuda. El mundo es agrio y lo Real humilla al albatros, sofoca los sueños del poeta que “mide con unos ojos que el terror ha inflamado / la escalera del vértigo donde su alma se abisma” (“Sobre Tasso en prisión”, en versión, como el resto, de Luis Martínez de Merlo).
En este milenio ya no existen, es cierto, ni Viaje al que invitar ni aquel París en el que germinaba el mal como una flor carnívora (“¡Ciudad hormigueante! ¡Ciudad llena de sueños, / donde el espectro a pleno día atrapa al que pasa!”). Además, Satán, el pobre, ha perdido todos sus oscuros prestigios, y ni el vino sabe ya apremiarnos a salvajes convocatorias hímnicas (“¡Hombre, hacia ti yo envío, oh tú, desheredado / bajo mi verde cárcel y mi cera encarnada, / una canción de luz y de fraternidad!”).
Y a pesar de todo, las flores de aquel mal pueden seguir valiéndonos como manual de desobediencias todavía practicables, como catálogo de desacatos a la necia autoridad, como repertorio de sensualidades maravillosamente insanas.
Eso hace Baudelaire en los poemas que tanto irritaron a sus contemporáneos: gritar que nuestra conciencia es átona y lerda y hostigarnos
Volver a Baudelaire es como volver a los diecisiete años, y no al esplendor idealizado de esa cifra, sino a sus hambres insaciables. Hambre de estados vertiginosos de la mente. Hambre de estar lejos y en contra. Hambre de conocer el forro sucio y oscuro de los deseos. Hambre nerviosa de asomarse a las zonas sombrías, a los abismos, o de crearlos. Eso hace Baudelaire en los poemas que tanto irritaron a sus contemporáneos: gritar que nuestra conciencia es átona y lerda y hostigarnos para que corramos a merecer esos estados díscolos del espíritu.
Baudelaire siempre tuvo diecisiete años. Fue un niño grande y rencoroso, convaleciente de desamor materno. Tras el segundo matrimonio de su madre, lo recluyeron en un internado. Durante el resto de la vida, aquel interno se dedicará a deambular furiosamente por lo externo, lo periférico, lo marginal, los filos de todas las navajas. También en su escritura: imagina el poema en prosa como el formato amétrico, informe, para volcar en él la vida deforme de los barrios de París. Invoca a la belleza, pero no a la blanda, burguesa y previsible, sino a aquella que todo lo gobierna y de nada responde, a la belleza poblada de demonios que camina sobre muertos, que va de la mano del horror, del vértigo, de la voluptuosidad radical. La isla de Citerea ya no es un destino confortable: un ahorcado nunca previsto se balancea en un árbol.
Embriagaos, nos dice en uno de esos pequeños poemas en prosa. “Hay que estar siempre borracho. Todo radica ahí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo […] ¿Y de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero emborrachaos.”
Es el poeta antivirtuoso por excelencia, el que nos interpela desde cada palabra infectada con un veneno desconocido hasta entonces en la poesía
Lecciones de ebriedad. Baudelaire se va emborrachando sucesivamente de rebeldía, de gloria erótica, del tedio urbano que derrota a la esperanza, de sensualidad tensada en lo morboso, de furia demoníaca, de anti-virtud. Es el poeta antivirtuoso por excelencia. Es el poeta que nos embriaga y pone un mundo en pie en el que los olores de los cuerpos, las músicas soñadas y los magnetismos de la sombra nos interpelan desde cada verso turbio, desde cada palabra infectada con un veneno desconocido hasta entonces en la poesía.
Amó la hibridación y los mestizajes prohibidos: la ciudad, desde Baudelaire, será ya siempre sucia, inestable, informe. La belleza, que vuelve “menos horrible el mundo”, será amoral con él. El diablo interviene en nuestro destino: “C’est le Diable qui tient les fils que nous remuent!”. En el universo de Baudelaire, Satanás es bienvenido: “¡Oh querido Belcebú, yo te adoro!”, declara en un soneto de 1858 que su editor se negó a publicar. Se le hospeda con su cortejo de vampiros, satiresas, borrachos, opiómanos, sifilíticas, corrompidos, lesbianas marginadas, mendigos, habitantes oscuros de los sótanos de París. Cuando está a punto de morir, la clínica en la que agoniza el poeta lo expulsa por blasfemo y se llama a un exorcista para purificar la alcoba.
Recién nacido, los libros de una biblioteca rodeaban la cuna del futuro poeta, que imaginaba escuchar voces: “¡Ven! ¡Oh! ¡A viajar en los sueños / más allá de lo ya conocido y posible”. Entre aquella cuna oracular y aquel exorcista vivió el poeta-albatros, el que planea libre y altanero en los cielos abiertos pero que, cuando se posa en la tierra, roza torpe y agónico las estrechuras del barco que le imponen como hogar. Y hoy, dos siglos después, aquel albatros sigue volando todavía, magnífico y hambriento.