Relación con el lector o la lectora
Hay dos momentos clave, el del nacimiento del poema en el propio interior y su final en el del lector o lectora desconocidos. Se me hizo evidente desde muy pronto que no encontraría ningún poema mirando hacia fuera: que cualquier persona, sentimiento o cosa que llegue a formar parte de un poema deberá primero pertenecer al mundo interior, formar parte de lo más hondo y secreto del o de la poeta.
Hay una destilación que es lo que más distingue cada poeta de los otros: una destilación que elimina lo que solo le pertenece a él, lo que no tendría ningún interés para los lectores. Es decir, para mí escribir un poema es, ante todo, buscar los «universales», los que la vida ha ido dejando dentro de mí. Todo el mundo es muy parecido, es por eso que un artista puede conmover a alguien lejano que no conoce. Lo que nos diferencia ante un hecho cualquiera, pongamos por ejemplo una desgracia personal, no es «lo que nos pasa», sino la distinta capacidad y forma de explicarlo. Hacen mal algunos intelectuales elitistas de confundir las dos cosas y pensar que a ellos les pasan cosas muy especiales.
Estos universales —poquísimos y, pues, difíciles de encontrar en la inmensidad de la vida interior— podrían formar el núcleo de un poema mucho antes de que se pueda ni siquiera pensar en una estructura lingüística. Este material está mezclado con millones de cuestiones que no interesarán nunca a nadie, ni al propio poeta y, por tanto, mucho menos a este lector o a esta lectora desconocidos para quienes se escribe el poema. Cuando formalicé esta dificultad primera y enorme que encuentra el poema entendí por qué perseveraba durante los primeros infructuosos veinte años: no habían sido infructuosos en esta primera parte, antes de llegar a la zona lingüística del proceso de creación. Desencallada la cuestión de la lengua materna, los veinte años de trabajo realizado en la identificación interior de universales no fue, pues, inútil.
Identificarlos es la misión de una misteriosa herramienta a la que hemos llamado «inspiración». Si esta herramienta no se posee de una manera innata —si no se es poeta— puede que los imprescindibles «universales» no se encuentren nunca. Pero incluso encontrándolos, su conversión a palabras vuelve a ser de una dificultad que puede hacer inútil todo el esfuerzo inicial, y que tampoco se pueda llegar al poema, este poema —el único válido— que haga que, al leerlo, la lectora o el lector desconocido se sorprenda reconociéndose a sí mismo, esta sorpresa sentimental que, misteriosamente, consuela. Es como si el poema fuera una partitura que escribe el poeta, y que el lector o lectora tuviera un «instrumento» para interpretarla. En soledad. Me parece que muchas personas ni saben quetienen este «instrumento», y que otros lo saben, pero no han tenido nunca interés en aprender a «tocarlo». Estas son todas las que viven ajenas a la poesía. Pero muchas de ellas buscan una justificación (frente a quien sabe qué duda o remordimiento) quejándose de una pretendida imposibilidad insalvable de sentir nada al «leer un poema». Esta afirmación, que quiere parecer el resultado de una experiencia irrefutable, suele contener una considerable falta elemental de lógica. Si comparamos un libro de poemas con una novela, suponiendo que se trata de esfuerzos similares, veremos que —«a peso»— «leer un poema» debería querer decir invertir al menos el tiempo y esfuerzo de lectura y reflexión que se dedica a las treinta o sesenta páginas equivalentes de prosa. Este sería el mínimo y razonable tiempo y esfuerzo que se le pediría al pretendido lector o lectora antes de afirmar su imposibilidad de «leer un poema».
La realidad es que un buen poema nunca ha necesitado un esfuerzo especial para ser comprendido. Por eso los lectores de poesía, los que conocen su misterioso instrumento interior y que son capaces de interpretar las partituras de los poemas, de hacer su personal interpretación, no leen nunca el mismo poema, esos versos que pasan sin intermediarios a su interior desde el interior del o de la poeta.
Esto ha significado para mí desde hace muchos años una sensación que, lejos de disminuir, se ha ido haciendo más intensa. Afecta al mundo íntimo, este del que, en cada uno de nosotros, forma parte todo lo relacionado con las personas que, en grupo o solitarias, en varias zonas concéntricas, constituyen nuestra patria personal: desde la pareja y los hijos hasta los familiares y amigos, cercanos o lejanos, presentes o ausentes.
En un momento dado, los lectores y las lectoras de mi poesía han formado una, digamos, sombra (porque ni sé ni sabré nunca quiénes son, ni ellos y ellas quién soy yo) próxima y cordial. Quiero decir que hay cosas que ellos y ellas saben de mi intimidad que personas cercanas a mí, pero que no leen mis poemas, ignoran. Y que, viceversa, yo tengo conocimiento de alguna vaga intimidad de ellos y ellas que alguien más cercano y ajeno a mi poesía ni supone. Es un hecho que una persona a quien estoy mirando o escuchando como a una extraña, en cuanto surge una señal que establece un vínculo a través de mis poemas, dejo de sentirla así y una maquinaria sentimental importante se pone en marcha, al margen del desconocimiento y la distancia.
Todo comenzó para mí en la infancia y la adolescencia. Entonces ya entendí, sin saber que lo entendía, que para mí no existiría nunca el concepto del conocimiento académico o cultural en sí, sino que conocimiento y cultura nunca podrían ser más que un reconocimiento. Que solo me mueve el conocimiento que me sorprende poniendo un nombre y una estructura a algo que, de alguna manera, ya formaba parte de mí. Que yo ya era impermeable a todo tipo de «transfiguración» de la realidad, que era refractario a cualquier intención de identificar vida y poesía. Y eso simplemente porque mi experiencia fundamental ya no podía aceptar esa herencia conservadora cristiana que piensa continuamente en el futuro como la única manera de enfrentarse a un pasado que no puede o no quiere entender. Esto es un atajo cómodo por el que los jóvenes suelen sentir una fuerte atracción, pero el niño que salía de la Guerra Civil con poco más de lo que llevaba puesto —digámoslo de este modo— no se podía arriesgar (ni hubiera sabido hacerlo) a buscar la salvación haciendo ningún paso fuera de la realidad. Fue lógico que, años después, ya no me sintiera atraído por la más pura poesía romántica: en general, la sentía recargada, con unos poemas muy a menudo demasiado largos, al tiempo que la Ilíada se me hacía corta. Lo que ya me gustaba era la poesía romántica que no lo parece —el Bécquer de alguna de las Rimas— y los poemas justamente no vanguardistas de grandes poetas que han pasado a la historia como pertenecientes a este nuevo Romanticismo llamado Vanguardia. Joan Salvat-Papasseit de Tot l’enyor del demà [Toda la añoranza del mañana] o de Nocturnperacordió [Nocturnoparaacordeón], por ejemplo. El J. V. Foix de Tots hi serem a port amb la Desconeguda [Todos estaremos en el puerto con la Desconocida], los Poemas a Lou de Guillaume Apollinaire, el Vladímir Mayakovski de Camarada Nette. Y me fiaba más de Hardy que de Keats. Y otra constatación: los buenos poemas nunca son tristes, incluso si utilizan, o narran, o insinúan algo desolado o patético: es como si la verdad que los define y justifica no les dejara abandonar su luminosidad, como si el poema estuviera tan ligado a la vida que siempre fuera más allá de cualquier historia, dentro o alrededor de él mismo. Me siento cerca de Pla cuando argumenta que las biografías se deberían escribir utilizando la poesía. Quería decir que con un poema se tiene más garantía, porque sin verdad un buen poema no existe. Porque la verdad no es una condición suficiente para un buen poema, pero sí necesaria. Una especie de soledad añadiría yo, recordando este poema, que a mí me parece uno de los mejores de Emily Dickinson:
There is another Loneliness That many die without —
Not want of friend occasions it Or circumstances of Lot
But nature, sometimes, sometimes thought And whoso it befall
Is richer than could be revealed
By mortal numeral—
Hay otra soledad:
muchos mueren sin haberla conocido. No proviene de la falta de amistad
ni de azarosa circunstancia alguna.
A veces la Naturaleza —solo a veces— la concede. Aquel a quien le toca es más rico de lo que nadie nunca podría expresar.
Esta soledad es el centro, construido con una infancia nómada y una primera juventud en Tenerife donde encontré la isla del tesoro —el exterior a la vez que el interior— y donde fundamentar la alegría. La alegría que a veces llamamos belleza y a la que yo enseguida llamé también «poesía». Para terminar aclarando un día que la «poesía es la última Casa de Misericordia». Es la que el niño ya buscaba, sin saberlo y obligado por las duras circunstancias de la posguerra.
A partir de la juventud, decidí no leer tantos ensayos, tantos textos de teoría literaria, ni conocer tantas novelas, como los que conocería si me hubiera dedicado a lo que se conocía entonces como «las letras». Cambié esta posibilidad por la sustitución de muchos de aquellos conocimientos —que todavía pienso que, para un poeta que necesitaba escribir una poesía como la que yo he escrito, no eran imprescindibles— para poder dedicarme a conocer a un buen nivel el cálculo de estructuras y la construcción de edificios. Mi poesía necesitaba más esta formación matemática y lógica en la que se basa la seguridad de nuestras casas —de nuestras vidas— que un exceso de información literaria. Era una cuestión de estrategia.
Cuando se publicó Edad roja, Benjamín Prado le preguntó a Pere Rovira si yo tenía algo que ver con aquel poeta en castellano de «Ocnos». «Pero, ¿no había muerto?», exclamó el poeta y crítico madrileño, al oír afirmar a Pere —cuya risa en aquel momento me imagino bien— que se trataba de la misma persona. No an- daba tan desencaminado: el personaje poético en castellano había muerto, efectivamente, a finales de los setenta, y de sus cenizas surgía un poeta tardío en catalán y castellano a la vez con el entusiasmo que solo les es dado —en temas como el amor y la poesía— a los ponientes y crepúsculos. He escrito los poemas que, ya en la juventud, deseaba escribir, aún sin saber en qué consistirían. Por fortuna, nunca imaginé que tardaría más de un cuarto de siglo en lograrlo, pero así pude dejar por el camino tantas ambiciones, soberbias y equivocaciones que después, más ligero de equipaje que nunca, me sentí reconciliado con mi historia poética y dispuesto a disfrutar de su continuación.
Queda la alegría de saber que en alguna parte alguien lee los poemas que uno ha escrito, pero a la vez pienso, por mucho que en ocasiones me venza la lujuria del autor, que pocas cosas hay más banales que «la gloria». ¿Cómo se puede haber dado una mínima ojeada en profundidad a la historia personal y colectiva y pensar en la posibilidad de alguna gloria, presente o futura? Qué estúpido es un viejo glorioso. Qué falsa resulta, para quien conoce lo que es la vejez y la muerte, la tópica imagen luminosa del Goethe viejo. La vejez ha entrado en la vida —y, por tanto, en la poesía— con la desaparición de la sensación de futuro, que ha sido sustituida por la de un mero presente. La vejez es, ante todo, este presente sin mañana compuesto de pérdida, soledad y un confortable desinterés por lo que tiene la pretensión de ser novedoso o exótico, un retorno a la divisa de Diderot: «A la mediocridad la caracteriza su gusto por lo extraordinario».