Autorretrato de Leonard Cohen recogido en La llama

Traducción de Alberto Manzano. Salamandra. Barcelona, 2018. 344 páginas. 20 €

"Religión, maestros, mujeres, fama, dinero, drogas, el viaje […], nada me coloca tanto, ni me alivia el sufrimiento, como emborronar páginas, escribiendo", apuntó Leonard Cohen (Montreal, 1934 - Los Ángeles, 2016). Su vida fue coherente con esta frase. Famoso por su doble faceta de cantante y compositor de canciones, Cohen se inició previamente en la redacción de novelas y poemas. Sobre un fondo de música de jazz, leía en público sus versos de juventud. Después, instalado en la isla de Hydra, se dedicó a la escritura sin desenfundar su guitarra.



La llama, libro postrero de Leonard Cohen, se abre con un prólogo de su hijo Adam. Así conocemos las tensiones y los sufrimientos que acompañaron al padre en la parte final de su vida. Los profesores Robert Faggen y Alexandra Pleshoyano firman una nota explicativa. Alberto Manzano, traductor habitual de Cohen al español, cuenta aquí con la ayuda de Terry Berne. El conjunto, dividido en poemas, letras de canciones y una selección de textos extraídos de cuadernos, incluye el emotivo discurso pronunciado por el artista al recibir el Premio Príncipe de Asturias.



La primera sección del volumen contiene sesenta y tres poemas. Los objetos de la vida cotidiana son los principales ingredientes de las composiciones. La pared, el vaso, la mesa y el peine comparten espacio con la Biblia. El tedio de los hombres y el aburrimiento de Dios se complementan. La ironía asoma en los recuerdos escolares, en la oscuridad política, en los animales que rezan para que muera el ser humano. La figura femenina es evocada a menudo. El autor se ve abandonado en una playa, arrastrado por la resaca. Nos dice que lleva una criatura en sus brazos y el corazón en forma de "platillo para limosnas". Sobresalen las líneas en prosa dedicadas a una joven india. Tras una breve historia de amor con el poeta, la muchacha falleció en accidente de tráfico. La cantante Anjani Thomas y el monje Sasaki son dos presencias benéficas. Se pondera la belleza de un jacarandá, de un colibrí, de un risco. En el centro del poemario, Cohen recuerda con intensidad a Enrique Morente y su "voz huida del barro de la esperanza". Dos versos definen su gratitud hacia el cantaor: "Cuando escucho a Morente / Me siento humilde pero no humillado".



El segundo apartado del libro reúne las letras de las canciones de los cuatro últimos discos de Cohen. Son treinta y ocho textos. El canadiense tuvo siempre la difícil habilidad de trasladar su obra en verso, sin pérdida de sustancia poética, al cancionero. En la parte final de sus creaciones mezcla perfumes, metralla, cansancio, carreteras. Hijo de un militar originario de Bielorrusia y de una judía lituana que huyó del régimen opresor de Stalin, el poeta insiste en imágenes de desarraigo. En sus relaciones con las mujeres, desciende al foso o sube a la torre de la locura. Las huellas de su paso por una comunidad zen afincada en Mount Baldy se convierten en un "himno al perdón". Para reflejar angustias íntimas, se refiere a un carnicero, un huésped sombrío, ángeles que jadean. Con frecuencia alude a la vejez o a la misericordia y elogia la lentitud.



Leemos los mensajes electrónicos que se enviaron Cohen y el erudito Peter Dale Scott. La tercera sección del libro está formada por poco más de cien páginas con fragmentos seleccionados de varios cuadernos. El escritor escucha "oraciones de gente solitaria". Ante él desfilan jinetes, gitanos, amantes, hombres que son "grandes campeones del silencio".



La llama encierra también otro motivo de placer: un centenar de dibujos de Leonard Cohen; setenta de ellos, autorretratos. Y asimismo el facsímil de páginas de un diario del artista. La edición cuidada de todos los materiales es encomiable.



@FJIrazoki

CUANDO EL DESEO DESCANSA

Sabes que te estoy mirando

sabes lo que pienso

sabes que te interesa

soy muy hábil

olvidarás que soy viejo

salvo que quieras recordarlo

salvo que quieras ver

lo que le pasa al deseo

lo libre que se vuelve

su desvergonzada implicación en el amor

a cada mujer

y sus medias.

Cuando el deseo descansa,

dos personas le hacen señas

a lo lejos en una manta verde

(¿o son las flores del musgo?);

dos personas que le dicen adiós

estiradas como cosas

puestas a secarse

con tiernas sonrisas en sus

caritas redondas;

saludan con la mano al deseo

que descansa en primer término

en forma de una estribación, tranquilo,

devoto como un perro hecho de lágrimas.