Anne Carson. Foto: Fitzcarraldo
Se sabe que Anne Carson (Toronto, 1950) preserva los pormenores de su vida íntima. Dedicada a la creación literaria, las traducciones y la enseñanza del griego clásico, omite otros datos en las solapas de sus libros. Ha obtenido diversas distinciones por su obra poética. Albertine lleva un subtítulo engañoso: Rutina de ejercicios. Lo primero que constata el lector es la ausencia de lo rutinario. Las opciones artísticas tradicionales no parecen del gusto de Carson. Ni siquiera puede precisarse el género de la obra. Apuntes variados, reflexiones, textos próximos al poema en prosa o al aforismo conviven en sus páginas. Los cincuenta y nueve párrafos y dieciséis apéndices sí tienen una protagonista clara: Albertine, personaje principal de En busca del tiempo perdido. Como en los retratos de Marcel Proust, el misterio difumina los contornos de una mujer que huye. Su aspecto femenino no concuerda con los tópicos de la época. Cada una de sus acciones altera el lugar común. Cualquier intento de relación con ella apenas roza a una personalidad impenetrable. Siempre imprevisible, su lucha contra las convenciones es una forma de soledad. Todos sus movimientos nacen del propósito de no ser poseída por nadie. ¿Qué otras peculiaridades de Albertine destacan? Su incapacidad para la quietud. Galopa sobre un caballo, viaja en tren o en coche, salta desde una ventana. Fascinado por su imagen de mujer libre y “la manera en que el viento ondeaba en sus vestidos”, Proust la contempla en una playa. Ella empuja una bicicleta, exhibe su juventud y lesbianismo. Miente y se recluye en la casa del narrador. Cuando éste intenta besarla, “se encuentra con diez diferentes Albertines en sucesión”. Anne Carson la califica con la palabra “insondable”. Según André Gide y algunos críticos franceses, Albertine es el retrato secreto de Alfred Agostinelli, chófer de Proust. En efecto, no son escasas las coincidencias. Agostinelli se ahogó al caer su aeroplano en el Mediterráneo. Dicho aeroplano fue un obsequio del escritor, quien hizo grabar en el fuselaje una estrofa de Stéphane Mallarmé. Los cuatro versos describen a un cisne congelado por los hielos de un lago. Son detalles que, atribuidos al mundo de Albertine, podemos hallar en la novela proustiana. El ingenio de Anne Carson está nutrido por la paciencia. La escritora pone empeño en comunicarnos varias cifras. Nos dice cuántas veces el nombre de Albertine aparece en la novela de Proust, el número de páginas en que se le menciona, en cuántas de ellas figura dormida. Esta minuciosidad es transmitida con pequeñas dosis de humor. Su ligero sarcasmo coincide con el de Proust, que llama “monja de la velocidad” a su amado chófer. Gracias a la ironía, la poeta logra que su erudición no nos abrume. “Los adjetivos son las asas del Ser”, asegura, y enumera los elementos con que Proust matiza el vocablo “aire” en las narraciones. Carson se refiere también al paralelismo entre Albertine y Ofelia, el personaje de William Shakespeare: “Ofelia lleva su apetito sexual al río y lo ahoga entre plantas acuáticas. Albertine distorsiona el suyo en la falsa consciencia de una planta del sueño”. Marcel Proust no es el único artista citado en el libro. Las películas de Alfred Hitchcock y Chris Marker o la literatura de Samuel Beckett y Roland Barthes inspiran algunas de las meditaciones de Anne Carson. Asimismo se alude al pensamiento de Heráclito y a una paradoja de Zenón de Elea. La poeta consigue que su bagaje cultural nos llegue con naturalidad. Para ello cuenta con la ayuda de Jorge Esquinca, traductor hábil. Por último, cuatro líneas atinadas del poeta Benjamin Landry en la contracubierta de la obra. La frase resalta un mérito de Anne Carson: Albertine abre un nuevo camino para que los lectores de Marcel Proust revisiten el mundo de En busca del tiempo perdido. @FJIrazoki
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