Gsús Bonilla

Bartleby, 2011. 95 pp., 9 euros



Hay poetas que se esfuerzan y poetas que lo son. Gsús Bonilla (Don Benito, 1971) es poeta. Se nota. Ovejas esquiladas, que temblaban de frío no es obra de un impostor. Bonilla no imita, no finge, no adopta los modos que la cultura contemporánea impone a sus poetas. Lucha contra la represión (institucional o no) con la libertad de quien no tiene nada que perder, excepto la libertad misma: "aquellos tíos tan listos/ desconocían por completo/ que nuestra sangre era azul/ puesto que éramos príncipes,/ miserables, pero príncipes". Técnica poética no hay. Lo que hay, de sobra, es poesía. Epígrafes monstruosos, que lo devoran todo ("Gallinas sin cresta y sin barba, que pedían un grano de maíz de limosna"). Imágenes devastadoras en su belleza, rota por encabalgamientos brutales ("mamá/ sangra prisión de hierro forjado. mamá/ rasga tu puerta más fuerte que nunca"). La materia prima es la vida: el Jesusito de mi vida, el por mí y por todos mis compañeros, la heroína, el Atleti. Poemas como "Recuerdo de vuestra 1ª comunión" son latigazos en la espalda del mundo. Bonilla escribe el español que le da la gana, que para eso es suyo. Ni una concesión al preciosismo, al virtuosismo, a la parodia que a menudo los poetas hacen de sí mismos. Bonilla no necesita parecer poeta, porque lo es.



Poderoso en su infinita vulnerabilidad, Ovejas esquiladas... es arte blindado, a prueba de idiotas. Nadie puede leer esto y dudar de que la poesía es el mejor invento después del oxígeno. Ni uno solo de sus versos procede de la corrupción del lenguaje o de la mente. Es opresivo, negro, literatura que traga. Y, sin embargo, rezuma luz, no tiene doble fondo, vomita verdades. Para esto necesitamos la poesía: para mostrar la herida.