Walter Mosley. Foto: RBA

Traducción de Eduardo Iriarte. Premio RBA. RBA. Barcelona, 2018. 315 páginas. 16 €

Las novelas de Walter Mosley (Los Ángeles, 1952) están escritas en el idioma de la violencia. Una violencia agravada para quien es negro en un país donde la quiebra racial sigue patente, en forma de "policía despótica" que atenta sobre los cuerpos afroamericanos si consideramos las palabras de Ta-Nehisi Coates en Entre el mundo y yo.



Malcolm X decía: "si eres negro has nacido en la cárcel". La cárcel te rompe o te obliga a transformarte. Normalmente lo primero: la deshumanización comienza tras las rejas. En la novela de Mosley late la sombra de la libertad. También la tensión entre la policía y la comunidad negra. El peso de hacer lo correcto o no en un mundo deshonesto. Y la erradicación de un mundo en beneficio de otro donde los principios parecen no existir, haber saltado por los aires en la bolsa de Wall Street.



A diferencia del investigador Easy Rawlins, veterano de guerra que expía sus culpas tras la Segunda Guerra Mundial, la nueva creación de Walter Mosley, Joe King Oliver, se ancla en el presente. Demócrata, honesto, casado, policía de Nueva York cuya observación de las reglas le demuestra que es un "hombre civilizado", Oliver se hizo además policía en contraposición al padre, un criminal declarado. Pero le tienden una trampa y termina en Rikers acusado de agresión sexual. Condenar a un policía negro a presidio es como firmar su sentencia de muerte.



Al protagonista de lo que parece el inicio de una nueva serie de su creador la vida le cambia con una simple elección o quizá por no comprender la realidad. A partir de ahí ya no hay retorno. Algo se quiebra para siempre. Poco importa que meses después retiren los cargos y se convierta en detective privado: lo que le sucedió once años atrás no solo le cambió, sino que no lo olvida. Y es que el pasado mueve la acción junto a un caso en el que trata de librar del corredor de la muerte a un activista negro que salvaba chicos de la prostitución y la droga, condenado por matar a dos policías. Las dos tramas forman un retrato de la corrupción en el sistema judicial y en la policía a nivel interno.



El dinamismo narrativo que despliega Mosley resulta tan magnético como la ambigüedad latente en las relaciones entre personajes

En la aventura del bueno de Oliver resuenan ecos nítidos de Raymond Chandler. En la estructura y las descripciones, en el fraseo jazzístico de los diálogos, en su realismo áspero, transcendente, y en cierto grado de dureza y melancolía lírica ejercidas mediante un estilo seco, directo, ágil, que avanza con la facilidad adictiva de una bebida burbujeante en una noche calurosa. La fuerza de esta poderosa novela radica en su clasicismo. Y también en la difusa línea que separa el bien y el mal, entre quienes representan la autoridad y los que se pasan al otro lado, favorecidos por un sistema depredador donde la ley no pesa igual para todos, como sucede con la fiscal negra de la serie Seven Seconds cuando se enfrenta a unos policías corruptos y asesinos. Sin embargo Oliver cree en la policía. Pese a las manzanas podridas en el Cuerpo. Pese a que el sistema favorece la desviación de quienes deben velar por la seguridad.



El dinamismo narrativo que despliega Mosley resulta tan magnético como la ambigüedad con que construye las relaciones entre personajes. Destaca la que King mantiene con su hija adolescente, Aja-Denise, una relación cómplice a la que no contribuye la madre, o la basada en la necesidad que el protagonista establece con el matón Melquarth Frost, que podría recordar al Bubba de Kenzie y Genaro e incluso a Mouse, el homicida que ayuda a Rawlins. Desde la oficina de Oliver en Montague Street, Brooklyn, lugar donde antes había librerías de viejo y tiendas de ropa usada, ahora desaparecidas en favor de "elegantes comercios y bancos", Mosley retrata un mundo donde la palabras libertad e inocencia carecen de valor, al tiempo que para una persona resulta complicado hacer lo correcto sin caer en el fango. Tal vez por eso las palabras de Frost tengan más sentido que la simple cita: "No hay nada que me guste más que librar a un hombre de la horca. Joder, es uno de esos momentos definitivos en la vida. Es como Errol Flynn en Robin Hood".