Lorenzo Silva. Foto: Araba Press
El éxito y la popularidad alcanzados por dos personajes de Lorenzo Silva (Madrid, 1966) como los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro no se deben sólo a lo que podríamos denominar su veteranía editorial, con ocho volúmenes ya publicados, sino a que el autor ha sabido desde el primer momento borrar cualquier indicio que hiciese de los investigadores dos héroes sobrehumanos para acercarlos al nivel de los seres comunes. Los detectives míticos parecen no envejecer nunca y mantienen intactas sus capacidades, pero estos van cumpliendo años y acusando las erosiones de la edad. Bevilacqua, que trata de sostener una frágil e intermitente relación con una juez, arrastra un divorcio y un hijo adolescente del que no puede ocuparse, mientras que Chamorro, con treinta y nueve años y varias relaciones frustradas, descubre que es estéril. También los asuntos de que se ocupan han ido cambiando, porque lo ha hecho la sociedad en que viven, y si al comienzo de su carrera podían indagar un crimen o una muerte misteriosa, ahora el crimen es tan sólo un punto de partida que los enfrenta a un gigantesco caso de corrupción en una población levantina en el que se hallan implicados políticos de fuste y hasta ramificaciones de una mafia extranjera. La temporalidad que jalona las sucesivas investigaciones de Bevilacqua y Chamorro -esto es, su marcada historicidad- es un factor importante de su verosimilitud.Algo parecido podría afirmarse de los métodos de investigación, que ahora incluyen la colaboración entre comandancias diferentes, los pinchazos telefónicos, el examen interno de ordenadores -casi siempre encomendado a guardias civiles jóvenes, procedentes de las generaciones informáticas- y el recurso a pruebas forenses irrebatibles. El cruce de varias líneas de investigación -el crimen, la corrupción política y el blanqueo de dinero, la intervención de maleantes extranjeros- exige que Bevilacqua tenga que ir dando informaciones parciales a distintos jefes, como el coronel Pereira, el comandante Rebollo, Ribes, encargado de la unidad de delitos económicos, o la comandante Menéndez, en cuya jurisdicción se comete el delito inicial. Todo esto complica la investigación, impide que sea rectilínea y -todo hay que decirlo- entorpece asimismo un tanto su exposición narrativa con meandros o informaciones irrelevantes ("las restricciones presupuestarias impedían que el aire acondicionado estuviera demasiado fuerte, y por su orientación aquella parte del edificio no se calentaba tanto como otras por la acción del sol", p. 312) o con ciertas digresiones reiterativas que en algún momento contaminan la habitual limpidez de la prosa del autor: "No lo pensé dos veces antes de marcarlo. Hacía ya mucho tiempo que me pensaba lo justo lo que sentía con toda claridad que deseaba hacer" (p. 39). Pese a la complejidad de las acciones, la articulación de la historia, planteada casi como una crónica, es impecable, y ningún detalle queda suelto y sin su engarce correspondiente. Silva ahonda en algunos aspectos de su pareja de investigadores, pero deja esbozados otros tipos, como el juez Limorte o la comandante Menéndez, defensores de la justicia contra viento y marea, o un grupo de políticos y leguleyos que envilecen la acción pública y sugieren que la honradez y la transparencia en un organismo corrupto y enfermo es un cuerpo extraño con graves dificultades para sobrevivir. El lector comprenderá que, en este caso, cualquier parecido con la realidad no es simple coincidencia.
No es Silva uno de esos escritores que dan la espalda al diccionario, y casi nunca ofrece nada objetable, aunque alguna vez se deje llevar por creaciones innecesarias y de moda, como "listado" (p. 323) por ‘lista' o, al estilo inglés, "evidencias" (p. 325) por ‘pruebas'. Fuera de esto, sólo el descuido de "trocan" (p. 179) por la forma irregular -pero canónica- ‘truecan' es un lunar extirpable. Los cuerpos extraños no decepcionará a los lectores de Lorenzo Silva ni a quienes siguen sin desmayo las andanzas de Bevilacqua y Chamorro.