Quino (mucho más que el padre de Mafalda), Mordillo (que tuvo una época en que se le celebraba mucho), Copi (en los años de la revista Triunfo), Maitena, o Liniers, por citarlos generacionalmente. Sin embargo, por razones que se me escapan, nunca terminaron de contar con un reconocimiento acorde con su talento gentes como Oski, Divito, Landrú, Fontanarrosa, Crist, Tabaré, Caloi, Langer o Rep, pese a que algunos sellos editoriales a veces lo probaran.
Así las cosas, no me gustaría que este nuevo intento de dar a conocer entre nosotros al joven Tute (Juan Matías Loiseau, Buenos Aires, 1974) pasara igual de desapercibido que cuando se editó su Planeta Tute hace siete años o cada vez que aparecía uno de sus excelentes libros infantiles de la serie Batu.
En su afán de intentar que esta vez la operación funcione, Lumen ha recurrido al padrinazgo verbal de Quino, que saludó la aparición de su primera novela gráfica, Dios, el hombre, el amor y dos o tres cosas más, en 2014, señalándole como "el mejor dibujante de humor gráfico argentino surgido en los últimos años". Dejando de lado la amistad que siempre unió a Quino con el progenitor de Tute, el gran Caloi, lo que podría poner bajo sospecha esta publicidad, el hecho cierto es que la indudable calidad de su trabajo se defendió por sí misma casi desde sus primeros balbuceos.
Con un dibujo tan sintético como eficaz, y un dominio por igual del uso de la palabra como del silencio (que a veces me hacía recordar la poética de Sempé), sumado a una libérrima utilización del tiempo en sus historietas (muy en la línea del maestro uruguayo Lizán), he procurado seguirle desde que debutara en las páginas del diario bonaerense La Nación. Poesía, cine, música... todo parecía tocarlo con una gracia especial, aunque a mí se me antojara que el campo en el que se movía como pez en el agua era el de un humor inteligente que bebía por igual de los maestros que habían deambulado por su casa cuando era chico como de la lectura de escritores propiamente humorísticos (el negro Fontanarrosa o el uruguayo Leo Masliah) y de otros no militantes en la escritura de género, pero en los que a menudo brilló la ironía, como Borges o Mario Levrero. Y siempre tratando sobre todo de arrancar del lector una emoción universal en la que ambos, emisor y receptor, pudieran reflejarse.
Y he aquí a Tute haciendo su particular incursión, mediante chistes, en el territorio de los amores que acompañan a los seres humanos desde la infancia ("Sos lo mejor que me pasó en las últimas horas", declara un niño a una niña) hasta esos años de vejez en los que los achaques propios de la edad plantean una comunicación distinta, pero no menos conmovedora, que vendría a desmentir el aserto de Hemingway de que "Si dos personas se aman, no puede haber final feliz".
A menudo en el límite de la castradora corrección política, el humorista argentino nos regala un excelente compendio de esta pulsión sentimental entre sexos, en la que lo que se impone en primer plano es su don para observarnos sin esa acritud que parece haberse apoderado de un territorio en el que el principal impulso debería ser antes la empatía que la aspereza irreflexiva.
El nivel del humorismo gráfico argentino es elevadísimo desde hace décadas y hubiera sido bueno para su homólogo español haber mantenido un diálogo fluido con el mismo. Pero, de la misma manera que los hermanos del otro lado del Atlántico reconocen la positiva influencia de varios de nuestros maestros, aquí no han acabado de hallar el conveniente eco algunas de sus figuras, salvo excepciones, como
Así las cosas, no me gustaría que este nuevo intento de dar a conocer entre nosotros al joven Tute (Juan Matías Loiseau, Buenos Aires, 1974) pasara igual de desapercibido que cuando se editó su Planeta Tute hace siete años o cada vez que aparecía uno de sus excelentes libros infantiles de la serie Batu.
En su afán de intentar que esta vez la operación funcione, Lumen ha recurrido al padrinazgo verbal de Quino, que saludó la aparición de su primera novela gráfica, Dios, el hombre, el amor y dos o tres cosas más, en 2014, señalándole como "el mejor dibujante de humor gráfico argentino surgido en los últimos años". Dejando de lado la amistad que siempre unió a Quino con el progenitor de Tute, el gran Caloi, lo que podría poner bajo sospecha esta publicidad, el hecho cierto es que la indudable calidad de su trabajo se defendió por sí misma casi desde sus primeros balbuceos.
Con un dibujo tan sintético como eficaz, y un dominio por igual del uso de la palabra como del silencio (que a veces me hacía recordar la poética de Sempé), sumado a una libérrima utilización del tiempo en sus historietas (muy en la línea del maestro uruguayo Lizán), he procurado seguirle desde que debutara en las páginas del diario bonaerense La Nación. Poesía, cine, música... todo parecía tocarlo con una gracia especial, aunque a mí se me antojara que el campo en el que se movía como pez en el agua era el de un humor inteligente que bebía por igual de los maestros que habían deambulado por su casa cuando era chico como de la lectura de escritores propiamente humorísticos (el negro Fontanarrosa o el uruguayo Leo Masliah) y de otros no militantes en la escritura de género, pero en los que a menudo brilló la ironía, como Borges o Mario Levrero. Y siempre tratando sobre todo de arrancar del lector una emoción universal en la que ambos, emisor y receptor, pudieran reflejarse.
Y he aquí a Tute haciendo su particular incursión, mediante chistes, en el territorio de los amores que acompañan a los seres humanos desde la infancia ("Sos lo mejor que me pasó en las últimas horas", declara un niño a una niña) hasta esos años de vejez en los que los achaques propios de la edad plantean una comunicación distinta, pero no menos conmovedora, que vendría a desmentir el aserto de Hemingway de que "Si dos personas se aman, no puede haber final feliz".
A menudo en el límite de la castradora corrección política, el humorista argentino nos regala un excelente compendio de esta pulsión sentimental entre sexos, en la que lo que se impone en primer plano es su don para observarnos sin esa acritud que parece haberse apoderado de un territorio en el que el principal impulso debería ser antes la empatía que la aspereza irreflexiva.