El narrador de La parte recordada y este lector compartimos un parecido escepticismo hacia muchos de los potenciales reproches que se le quieran dirigir al libro: imagino una reseña que lamente la extensión descontrolada del volumen (que se suma, no lo olvidemos, a los dos anteriores monolitos que conforman la trilogía), o que señale sus reiteraciones “innecesarias” (y desde luego que contiene descomunales reiteraciones, sí, como la alusión ya casi ritual a la espiral de sonido que los Beatles incluyeron en A Day in the Life), o su dificultad (que yo considero entusiasmo)… Imagino incluso a un reseñista que, superado por la acumulación de estratos y frases y humores y malhumores y citas y hasta tipografías que plantea aquí Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), optara por abordar la novela por sus más periodísticos extremos: que si este texto se burla de la auto-ficción, hasta en esa aclaración final que distingue entre autor y narrador; que si vuelve al ataque contra las pantallitas y los móviles; que si una sombra de pesadumbre democrática argentina se extiende por sus páginas; que si hay chistes sobre la “Emoji novel” y sobre la “Uber-Lit”…
En fin, imagino todas esas variables en la recepción de este fin de fiesta fresaniano, y pienso que pocas veces se verá un cuerpo textual tan inmune a las críticas obvias: porque La parte recordada, como antes La parte inventada y La parte soñada, es exactamente lo que quiere ser: todo. Al menos, todo lo que constituye a Fresán, escritor. Y todas las veces que haga falta. Novela(s) una(s) y trina(s), que establece(n) tres conceptos (inventar, soñar, recordar) para luego mezclarlos, remezclarlos, parafrasearlos y tal vez confundirlos.
Este libro nos recuerda que leer implica ser cómplices de un reto, ¿y cuándo olvidamos que los retos son divertidos?
La parte recordada (su viaje en avión y su desierto y su familia disfuncional en el centro de la ¿trama? y su ciudad en llamas) no cabe en una reseña y no admite una crítica desde la fontanería o el taller industrial. Eso no significa que sea inmune a la crítica, porque eso sería tanto como decir que es un libro que renuncia al lector. Todo lo contrario: sus casi ochocientas páginas reclaman imperiosamente un lector, son concebidas como la última y testamentaria muestra de respeto al lector antes de que desaparezcan la novela, la lectura y la literatura en las fauces de un siglo naciente. Y esa amenaza no es una profecía (no tenemos por qué compartirla, ni yo creo que vaya a cumplirse), es la confesión de un estilo (y el estilo, ya se sabe, es el hombre) que nació con el Sgt. Pepper’s y ha corrido su larga marcha hasta alcanzar el Gran Colisionador de Hadrones y convertirlo en su definitiva gran metáfora antes de morir, la aportación definitiva del XXI a su fe en la dificultad y a sus esfuerzos por acelerarse, multiplicarse, expandirse. La parte recordada se piensa a sí misma como una “ampliación de lo inmenso”, como “un escarabajo sagrado entre cucarachas blasfemas”, y no existen tantos libros en 2019 que contengan sentencias tan perfectas.
La parte recordada nos recuerda que leer implica ser cómplices en un reto, ¿y cuándo olvidamos que los retos son divertidos? Es más, exige esa complicidad. Y, mirando hacia atrás, la novela sedimenta numerosos orígenes para sí misma: los Beatles, pero también el collage infantil, la lectura de Drácula… Pongamos una X. Seducido por ella, al final (de momento) de un camino que en mi caso empezó con Jardines de Kensington aunque luego no se olvidó de mirar atrás, en dirección a Historia argentina, este crítico no sabe si recomendarla indiscriminadamente, pero la celebra indiscriminadamente. Porque hay algo liberador y hasta anti-totalitario en un escritor, minucioso conocedor del negocio editorial con sus impulsos jibarizadores, que logra imponer siquiera por
un momento el perfecto capricho de este estilo capaz de ver un grano de arena en el mundo.