Robert Menasse. Foto: Rafaela Proell
La capital, de Robert Menasse (Viena, 1954), obtuvo en 2017 el Deutscher Buchpreis, premio a la mejor novela en lengua alemana del año. Hacer de la aparentemente plana, fría y gris Bruselas, con su maraña de ejecutivos y funcionarios europeos, una tragicomedia vibrante, no es tarea fácil. Llevarlo a cabo además con buen suspense, alarde narrativo y una prosa de muchos quilates, supone todo un reto. La novela empieza con la anécdota de un cerdo escapado por las calles lluviosas de Bruselas y la perplejidad del anciano David de Vriend, obligado a dejar la que fue su vivienda durante sesenta años para mudarse a una residencia de ancianos. Por contrato se estipula entregar el inmueble vacío y "como recién barrido". También en un barrido ha transcurrido su propia vida. El espacio vacío, con las marcas de los viejos cuadros y muebles, irá filtrándose en los vacíos vitales de otros muchos personajes que Menasse va entretejiendo y que se relevan en la historia mediante una potente técnica de zoom. Una gran parte de ellos (Kai-Uwe Frigge, Martin Susman, Fenia Xenopoulou...) son funcionarios de la Comisión Europea, y el narrador desgrana con maestría el micromundo de esta institución, plagada de intereses oscuros e incompetencias, pero también el día a día de todos ellos, sus amoríos, sus rencillas, sus miserias y trapicheos...Al descubierto queda el paupérrimo papel que se le reserva a la cultura y a sus departamentos (fantasma) en el corazón financiero de nuestro continente: "Cuando el comisario de Comercio o de Energía, y hasta cuando la comisaria de Pesca tenía que ir al baño durante una sesión de la Comisión, se dejaba de discutir y se esperaba hasta que él o ella volviera. Pero cuando la comisaria de Cultura tenía que salir, se continuaba discutiendo con toda indiferencia".
Al mismo tiempo, Menasse imprime en el conjunto un aire de novela negra, pues en un hotel céntrico, el Atlas, se comete al inicio de la novela un asesinato, cuyas pesquisas policiales darán mucho juego, empujando al lector tras los pasos de un fanático polaco, Mateusz Oswiecki, en su desesperada huida. La terrible historia reciente de Europa late de fondo: el abuelo de este sospechoso luchó contra los nazis y el padre contra los rusos, mientras que el anciano De Vriend, en su asilo, es un superviviente de Auschwitz, donde toda su familia quedó arrasada: "Sus propios padres, su hermano, sus abuelos tenían tumbas en el aire. Ningún lugar que se pudiera visitar, cuidar [...] Sólo un perpetuo desasosiego…" Difícil liberar aún al propio idioma de su carga de culpa, como en la excursión escolar al campo de concentración donde el profesor regaña a dos adolescentes turcos por no hablar entre ellos en alemán: "Uno de ellos responde: ¡Aquí precisamente no hablamos alemán!". Pero junto con la soltura y la gracia narrativa del libro, con la parodia de una Unión Europea que hace agua, o la buena impronta policiaca, hay también una excelente reflexión sobre la finitud del tiempo humano, especialmente en personajes como De Vriend o el catedrático emérito Alois Erhardt, viudo y en el final de sus días. También en el comisario Brunfaut, que, al descubrirse enfermo, piensa-por vez primera- que él también es mortal. El mundo no es más que un "terrario microscópico". Y la existencia, un fugaz tránsito entre dos eternidades.El lector reconoce en cada página a Europa, pero si de algo nos habla el libro es de la extrema soledad contemporánea
Robert Menasse ahonda en los límites reales del supuesto europeísmo y presenta el panorama de unas naciones que, pese a las directrices comunes, marchan por libre a la hora de negociar y extraer beneficios económicos. Uno reconoce en cada página a nuestra Europa, con los barrios conflictivos de Bruselas (Molenbeek o Anderlecht), el ascenso del islamismo radical o la hipocresía de los tecnicismos, los rescates económicos, o las devoluciones aparentemente legales de seres humanos. Pero si de algo nos habla el libro es de la falacia de la eternidad y de la extrema soledad contemporánea.