Álvaro Enrigue. Foto: Riverhead Books
La nueva novela de Álvaro Enrigue (Guadalajara, México, 1969) nace de ideas valiosas (y coherentes, por cierto, con tendencias de la narrativa mexicana actual). Pero ciertas decisiones acaban por derrotar esas intuiciones iniciales, obstaculizando las posibilidades del libro cuando más aspira a diseminarlas y multiplicarlas. La gran idea motora es enfocar la "apachería", el enorme espacio americano que fue dominado por el pueblo apache hasta el siglo XIX. Ahora me rindo y eso es todo (título que es una cita del indio Gerónimo) se lanza a disputar ese espacio al mito ortodoxo norteamericano contado mil veces en westerns e institucionalizado en documentos oficiales con sello en Washington, y que ha desplazado del cuadro histórico al otro estado contendiente en la asimilación de ese territorio: México. En medio, quedaron un "país borrado" y un pueblo indígena que, como escribe Enrigue, ante la disyuntiva entre asimilarse al sur o al norte, prefirió extinguirse.Aquí, el momento fundacional/final de la derrota apache sirve para hablar implícitamente del actual momento de México y Estados Unidos, del olvido como centro neurálgico de la identidad americana, y de la violencia como energía constitutiva de la frontera y del imperialismo. Pero muchas cosas no funcionan. Dividida en tres partes, la novela arranca con una trama en montaje paralelo ambientada en 1836, en Chihuahua: unos apaches han tomado prisionera a Camila tras arrasar la hacienda en la que vive; inmediatamente, el teniente coronel Zuluaga reúne un variopinto grupo de gente para rescatarla. En la segunda parte, la narración se vuelve caleidoscópica y desplaza su foco, haciendo desfilar (término exacto, pues acabaron siendo atracciones de feria) a todo tipo de personajes involucrados en la persecución y rendición de Gerónimo, cuya aureola legendaria aquí se respeta. Finalmente, la tercera parte resuelve la peripecia de la mujer raptada y del soldado que la busca, y todo converge.
Añadamos que el texto está salpicado por la subtrama familiar del autor, quien se hace preguntas sobre su identidad nacional, cultural e individual mientras viaja con sus hijos por los escenarios apaches que caen del lado norteamericano. Es la parte más insatisfactoria del libro, un apéndice autoficticio exhausto. Es cierto que ese hilo proporciona alguna escena interesante, como cuando el narrador decide, en el último momento, no firmar los papeles de la ciudadanía española, humillado por la exigencia de lealtad al rey. Pero los paralelismos establecidos entre la gran historia americana y la intimidad de esa familia contemporánea se revelan casi siempre forzados.
Lo mismo ocurre, en menor medida, con las abundantes páginas que tratan de recrear esa "gran historia": se entiende la estrategia, pero el resultado de tanto retrato y seguimiento a militares, presidentes, jefes, revolucionarios y figuras menores acaba siendo tedioso. Porque la baza de Ahora me rindo y eso es todo eran Camila y Zuluaga, y también el paisaje natural y humano que los rodea. Ella es dura, valiente, decidida a abrazar a cualquiera que le ponga un cuchillo en la mano y confíe en ella para luchar. Él es un hombre de ley, sólido, dotado de una fidelidad a la geometría jurídica cuya rectitud sólo podrá revelarse, en su propia vida y en la de su país, como una gran lección arrojada a la nada. Ese western que vertebra la novela es eficaz. Es narrativamente rezagado, practica alguna mitificación discutible y apunta a más de lo que obtiene; pero el lector lo recorre con ganas. O lo haría, si el libro fuera otro.
@Nadal_Suau