La carne
Rosa Montero
16 septiembre, 2016 02:00Rosa Montero. Foto: Patricia A. Llaneza
Parecía que Rosa Montero (Madrid, 1951) se había inclinado definitivamente hacia una interpretación parabólica del mundo. Aparte algún antecedente de este gusto, lo hacían pensar dos fábulas recientes de fanta-ficción, Lágrimas en la lluvia (2011) y El peso del corazón (2015). Este apego a la alegoría -medio de que se sirve para hablar del presente desde otra dimensión pretérita o futurista- convive en su escritura con una minutísima atención a la realidad inmediata, de modo que no resulta extraño ni supone un giro extremoso el que La carne ofrezca apariencia de testimonio cercano. Y que, incluso, en momentos recuerde la andadura del reportaje y hasta tenga cierta familiaridad con su columnismo. Así, un extenso pasaje de la novela (pp. 77-78) en el que el narrador detalla los trucos con que se intenta combatir el deterioro causado por la edad bien podría ser uno de sus artículos de incisivo costumbrismo crítico.De cualquier modo, tampoco es Rosa Montero escritora que emplee el relato para acumular ganga sociológica. El documento de actualidad, aunque posea importancia en sus páginas, siempre está al servicio de otros intereses superiores, de un puñado de inquietudes que a estas alturas de su obra constituyen un auténtico núcleo duro de motivos: la memoria, la muerte junto a su aliado el tiempo, el fracaso vital o la identidad.
Acerca de todo ello discurre La carne y más todavía sobre el atenazante sentimiento que bien podría haberse utilizado como título del libro, sin desmerecer la propiedad del elegido, la soledad. Soledad se llama, además, la protagonista.
Para hablar de estos asuntos de trascendencia moral y existencial, la autora en vez de envarar el discurso asume un valiente riesgo, utilizar un modelo popular, una historia cercana al melodrama. El argumento va de una mujer mayor, recién estrenados los 60, Soledad, que contrata a un treintañero gigoló ruso, Adam, para encelar a un examante. La relación con el profesional se complica mucho a instancias de las exigencias del sexo y en Soledad se abre el agudo conflicto íntimo que la novela detalla.
En paralelo discurre la organización de una muestra sobre escritores malditos que prepara la protagonista y establece un sugestivo diálogo entre el carácter y dilemas de la mujer y el sometimiento o rebeldía de los autores elegidos, todos menos uno reales. Es un modo de, diríamos, echar paletadas de realidad a la novela, función que se refuerza con la presencia activa de otros personajes reales, la directora de la Biblioteca Nacional, Ana Santos, o la propia Rosa Montero, que hace de sí misma un divertido y poco complaciente retrato.La memoria, la muerte junto a su aliado el tiempo, el fracaso vital o la identidad. Una historia amena, amarga y emotiva
Montero busca y consigue que el libro tenga una fuerte dimensión comunicativa, reforzada con las anécdotas originales que sortean el peligro de partir de una trama algo previsible y a la que da una resolución poco convencional.
La historia se convierte, así, en un señuelo, un trampantojo donde vemos lo que la autora quiere que veamos y no lo que de verdad se sugiere y disimula. Soledad se apellida Alegre y no por descuido de adjudicarle un patronímico incongruente o mordaz. La alegría (mejor, un innato vitalismo) galvaniza la soledad de la sesentona. Entre ambos sentimientos discurren la conciencia y el corazón de la mujer. Vuelve Montero a sus motivos básicos y los presenta con pujanza inédita al tratar de los destrozos del paso del tiempo, de la imperiosa necesidad de un interlocutor, del sinsentido de la vida cuando se proyecta en el horizonte de la muerte y, sobre todo, del sexo, la carne insumisa contra su desahucio.
A tales asechanzas opone Soledad rebeldía y voluntad, que impiden que claudique su innata fortaleza. No es un planteamiento nuevo en nuestra autora. De alguna manera, reescribe en forma humana un personaje suyo emblemático, el androide Bruna Husky de su díptico futurista.
El desenlace de La carne anda más cerca que lejos de un final feliz. Hay, aquí y en otros libros de Rosa Montero, una visión positiva de la existencia, sin ocultamiento de sus muchas y graves hipotecas.
Un tanto barojianamente, la autora parece pensar que la única precaria alternativa al absurdo de la vida es el ejercicio de la voluntad. Yo les habría dado un buen correctivo a Soledad (por ilusa) y a Adam (por caradura). Otros lectores respaldarán a Montero. Este es el gran valor de la literatura: ponernos ante el espejo del mundo e incitar a cada quien a formular su propia respuesta. Y mejor que mejor si, como es el caso, el reto llega de la mano de una historia amena, tan amarga como emotiva, escrita con desenvuelta naturalidad, sencilla pero profunda y en sí misma interesante.