Richard Parra. Foto: Demipage
La violencia y la mirada asombrada del niño ya son ingredientes que se encontraban en obras anteriores de Richard Parra (Comas, Perú, 1976), en novelas cortas como Necrofucker o La pasión de Enrique Lynch (Demipage). Ambas cuestiones son capitales también en Los niños muertos, donde la figura de un niño, Daniel, registra con precisión el tejido social que le ha tocado vivir: una barriada del Perú más profundo en la que una serie de personajes chocan una y otra vez con el muro de su pobreza y la falta de oportunidades.Es así desde el inicio de Los niños muertos, desde el instante temporal y narrativo en el que un taxista borracho atropella en Lima a varios vendedores ambulantes -incluida la madre de Daniel, Micaela- y se da a la fuga. El matrimonio de Simón y Micaela, padres del niño, es el eje sobre el que pivota una historia con decenas de secundarios bien trazados, toda una comunidad humilde y desfavorecida donde la marginalidad no tiene más adorno y consecuencia que la propia brutalidad y la violencia: robos, linchamientos, excesos policiales, violencia machista cotidiana, abusos de menores, violaciones, venganzas, hombres alcoholizados, profesores tiránicos, travesuras infantiles en el límite de la delincuencia o como punto de partida de una vida de robos, asaltos y trapicheos.
Es la barriada de Morales Duárez, junto al curso del río Rímac, que se presenta como prisión sin salida para quienes la habitan, un lugar donde, más o menos, uno sabe desde muy pronto qué le está permitido esperar en esta vida, como también se sabía en otra novela contemporánea: Ladrilleros, de la argentina Selva Almada. En ambas los pasos parecen estar calculados y encaminados hacia la tragedia. Son aún años de gran inestabilidad política, de persecución de los teólogos de la Liberación por parte de la Iglesia oficial (ejemplificada aquí en el padre Crisóstomo) y de atentados de Sendero Luminoso, los que cuenta con mucha eficacia Richard Parra, pues sabe atender al habla y a las voces exactas de este grupo social, y no es extraño el peso que el diálogo tiene en este ágil libro: la voz o el intercambio de voces de la comunidad.
Los personajes de la novela se van presentando en la narración por separado, haciéndolos después coincidir a lo largo de la trama, lo que acrecienta el efecto de un azar que decide la partida hacia lo más oscuro. La belleza y la inocencia lucen instantáneamente en personajes como la niña Érika, pero son sólo un destello frente a una maquinaria de horror cotidiano que no puede detenerse.
Se alterna la infancia y la edad adulta de los padres de Daniel, su pasado y su presente, y gracias a ese recurso percibimos el trasfondo de barbarie heredada, abusos y abandonos repetidos que ha ido marcando a las diferentes generaciones. La tradición de los relatos orales tiene cabida en las historias que Isaura le cuenta al niño o en las que la propia Érika guarda en la memoria gracias a una tía de Piura. El propio Daniel se revelará como un narrador en germen. Un texto, en fin, vivo e intenso que sabe hablarnos de la violencia y la pérdida como testamento y destino.