Mohsin Hamid. Foto: Jillian Edelstein
Cómo hacerse asquerosamente rico en el Asia emergente es uno de los libros más tristes que he leído. Simula ser un libro de autoayuda, pero en realidad es la historia de un joven pobre y de origen rural que logra acumular una pequeña fortuna, cultivando la codicia, el oportunismo, la insolidaridad, el egoísmo y, ocasionalmente, la violencia. Se podrían establecer analogías con los pícaros del Siglo de Oro español, aunque en este caso el telón de fondo es una de esas gigantescas ciudades asiáticas caracterizadas por la promiscuidad, el caos, la corrupción y la desigualdad. La peripecia del anónimo protagonista es el retrato invertido de una vida ejemplar, pero sería injusto atribuirle una naturaleza perversa. En realidad, sus vicios son los de una sociedad que desconoce la fraternidad, la sencillez y el amor al prójimo.Desde niño, el personaje -que omite su nombre, empleando la segunda persona para relatar los hechos- ha entendido el carácter despiadado de una cultura amorfa y turbulenta, donde la existencia humana sólo es una baratija a la deriva. Para triunfar hay que mudarse a la ciudad, estudiar algo práctico -o, si es posible, comprar un título-, no enamorarse, prostituir el cuerpo y el alma, desprenderse de sentimentalismos, alejarse de cualquier forma de idealismo, aprender las artimañas de un estafador disfrazado de empresario, hacer negocios con la desgracia ajena, casarse con la persona indicada, ocultar los orígenes humildes, buscar aliados poderosos, saltarse las leyes con sobornos, comerciar con los señores de la guerra, no perder el tiempo con fruslerías y esconder siempre un as en la manga, depositando los beneficios en un banco extranjero.
Al igual que Houellebecq, Mohsin Hamid (Lahore, Pakistán, 1971) escribe con una prosa periodística, plana, que es el signo de nuestro tiempo, poco propicia a las aventuras del espíritu o a las audacias estilísticas. Sin embargo, no se trata de una obra desdeñable. La novela alcanza sus mejores momentos cuando habla de la pérdida del deseo, la muerte de la madre o la incomunicación entre padres e hijos. Su incursión en el mundo del integrismo islámico es endeble y poco esclarecedora. Sus escenas de sexo son previsibles y el idilio con la "chica guapa" -su versión femenina- escasamente original. Hay apuntes de lirismo: la nieve "duele", como todo lo hermoso; los matrimonios de conveniencia se marchitan por falta de ternura; la paternidad enseña que es posible amar incluso en la vejez; el éxito es una maquinaria vacía; las nuevas tecnologías han realizado la distopía de Orwell, sometiendo a toda la población a un ineludible sistema de vigilancia y represión. Y poco más.
Quizá el mayor mérito de la obra es parodiar los insufribles libros de autoayuda, esbozando una parábola sobre las vidas falsas que estimula la sociedad de consumo, con sus tristes señas de identidad: el lujo innecesario, el hastío de consumir cachivaches inútiles, la percepción el tiempo como un inacabable horario de trabajo, sin espacio para el recogimiento o la ensoñación. Desgraciadamente, casi todos vivimos atrapados en esa telaraña y no concebimos otro horizonte. "El amor nace de la soledad del ser en sus tinieblas", escribió María Zambrano, reivindicando la clarividencia del espíritu, el único ojo capaz de atisbar el fondo último de lo real. Hamid nos describe la superficie de un mundo deshumanizado y estéril, con la resignación del que no aguarda nada, pero el amor de su personaje a sus padres y a su único hijo insinúa que el ser humano sólo trasciende sus miserias y limitaciones, cuando se entrega incondicionalmente a los demás. Creo que lo mejor de Hamid aún está por llegar.
@Rafael_Narbona