Anne Tyler. Foto: Michael Lionstar
Hay novelistas que necesitan montar un andamio para levantar su casa de la ficción. Jonathan Franzen, por ejemplo. Otras, como Anne Tyler (Minneapolis, 1941), simplemente te franquean la puerta directamente, y antes de que te des cuenta escuchas las historias de una familia, sentado en la mesa de la cocina. Estas novelas son un poco como los vaqueros en la ropa, te encuentras cómodo en ellas y lo que se cuenta enseguida resulta natural, porque reconoces los tejidos con que están confeccionadas, los padres, los hijos y sus problemas de ajuste a la vida social, la escuela, la universidad. De hecho, esta vigésima novela de Tyler, y quizás su última, está situada en Baltimore, escenario de todas sus ficciones, en una típica casa americana, amplia y cómoda, donde sus habitantes aun cuando se casan mantienen su habitación, o al menos una caja en el garaje con los juguetes y libros de la niñez. El lazo familiar nunca se rompe. La marca novelística de Tyler se reconoce enseguida, pues las personas, sus personajes, se desarrollan como individuos, y les entendemos por el trato con los padres, con los hermanos, quizás con alguna amiga.Una excelente y famosa serie de televisión, The Wire, sucede también en Baltimore, en los barrios marginales donde la criminalidad y la droga rompen vidas. En cambio, la ciudad de Tyler es el espacio de clase media, donde los desastres sociales de la marginación y la pobreza apenas existen. La serie televisiva y la novela presentan la dificultad de forjar una identidad personal. Casi imposible en el Baltimore de las drogas, porque allí las normas de conducta las impone la calle, mientras en el Baltimore burgués la identidad se forma en el trato con los miembros de la familia. La gente de clase media vive aislada de los vecinos, a quienes ocasionalmente saludan, y donde el rico ignora la presencia de quienes poseen menos recursos.
La historia novelesca aborda la vida de tres generaciones de Whitshanks, empezando por el abuelo, Junior, quien construyó la casa familiar, el espacio de la novela, y su esposa Linnie (jamás fueron invitados por los vecinos, pues él era un simple trabajador de la construcción), hasta su hijo Red, que heredará el negocio, casado con Abby, una trabajadora social, en cierta medida la protagonista de la obra, y sus cuatro hijos. El problemático Dennis, un hombre que desempeña mil oficios, se casa, tiene una hija, se separa de la mujer, mantiene contacto ocasional con la familia, aunque permanece siempre en el centro de las preocupaciones. Sus hermanas, en cambio, saben valerse por sí mismas. El cuarto hermano, Stem, a pesar de ser adoptado acabará encargándose de dar continuidad a la empresa familiar y de cuidar a los padres.
La casa y la familia componen el círculo básico y primordial de la vida norteamericana y son, junto a las menciones a Dios y a la bandera, los pilares del entramado social. La historia de los Whitshank le sirve a Tyler para explorar el elemento humano tras ese emoticón sonriente que suele ponerse sobre la palabra familia. Desmonta el supuesto amor infinito, perdurable, de los padres hacia los hijos, difícil de mantener en caso de Dennis, o el perdón de cuantos errores se cometan, las pequeñas traiciones, que chocan con la realidad de los sentimientos humanos. A veces, el resentimiento hacia una persona debido a un comportamiento que nos disgusta resulta inevitable. Tyler hila sus historias con la maestría y ternura de una sabia conocedora de nuestro corazón.
@GGullon