Luis Mateo Díez. Foto: Alberto di Lolli
Libro en tono menor y reflexivo que reúne dos textos distintos pero coherentes (el final de uno parece darse la mano con el inicio del otro), Los desayunos del Café Borenes resume el compromiso literario de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942). El primer texto, titulado igual que el conjunto, es un 'opúsculo' que se sirve de una estrategia más o menos narrativa: lo protagoniza Ángel Ganizo, un novelista jubilado de su trabajo como oficinista que imparte conferencias y evoca sus antiguas tertulias matutinas de cafetería. El segundo texto, "Un callejón de gente desconocida" (expresión debida a Irene Nemirovski que Díez ya había utilizado antes), es 'un recuento' más lírico y confesional que teórico de sus ideas en torno al oficio de narrador, y empieza respondiendo a una pregunta sutil: ¿en qué clase de recuerdo se convierte la propia obra para el autor?Díez defiende la necesidad de un núcleo de "ficción no contaminada" en la novela, y para subrayar esa idea utiliza términos nada ligeros, como al hablar del "ámbito moral" de la literatura (que sin duda existe) o del "pecado" del escritor, esto último con un timbre deliberadamente excesivo. El suyo es un discurso contra el relativismo: existe el género novela, existen la ficción y la realidad, existe el autor. Si vivimos en una "realidad desacreditada" es porque el poder la hace opaca; si los novelistas recelan de la ficción, es porque se miran el ombligo del propio yo. Frente a ello, Díez defiende el poder de la imaginación para conquistar el territorio ajeno, la idea de que "una buena novela es siempre la historia de unos desconocidos". Pero todo esto está expresado en términos poco dogmáticos, conscientes de sus límites y matices: la paradoja de que el recuerdo puede convertirse en ficción, la imposibilidad de desprenderse de la propia experiencia... Incluso, cabe detectar una ironía juguetona en la propia estructura del libro, que se muestra levemente transgenérico y autorreferencial... Para defender la vigencia del género y las trampas de lo autorreferencial.
Hay aspectos de su discurso que son irrebatibles, sobre todo los que aluden a la mercantilización de la literatura: justo cuando se publica el cuarto volumen de la saga Millenium firmado por un autor accidental y contractual, es muy divertido leer la crítica de Díez a una industria que ha convertido en innecesario al escritor porque "la novela de nadie acumula un auténtico estrépito de compradores". Otros puntos llaman a la polémica, aunque lo hagan en voz baja y con una elegancia enorme: a fin de cuentas, ¿no andamos todos a vueltas con el nuevo realismo, la autoficción, la disolución de los géneros…? Por eso, ha sido muy estimulante que el azar me haya llevado a compaginar la lectura de Los desayunos del Café Borenes con la relectura de Hambre de realidad de David Shields (Círculo de Tiza), un libro suficientemente importante como para que sea la segunda vez que lo cito en una reseña de 2015. Si Shields defiende que todo es autobiografía, Díez insinúa que incluso nuestro interior alberga desconocidos dictando cada texto; si Shields se burla de la ficción tradicional, Díez defiende que sin respetar primero la idea de ficción es imposible "contaminarla" después; Shields y Díez están de acuerdo en que las obras son "bienes ajenos" al creador, pero por razones disímiles; etc. El contraste, aunque casual, es curiosísimo, y se enriquece por la sensatez de un Díez que no es exactamente un ortodoxo, y por eso escoge las formas del diálogo contrapuesto y del ensayo poco sistemático.
En todo caso, al señalar el trío de "palabra, memoria e imaginación" como clave de la narrativa, Los desayunos del Café Borenes apunta directamente al estilo como marca del valor y la autenticidad autoral. Este libro revalida la insistencia de Díez en fiarlo todo a un estilo propio, reconocible e innegociable que sale a conquistar lo ajeno en la ficción.
Palabra de autor
- ¿Por qué decidió enfrentar estos dos textos, en apariencia distintos?- Porque son espejo uno de otro y porque en los dos se da una defensa acérrima y desesperada de la ficción.
- ¿Se aproxima la literatura a un callejón sin salida al recelar de la ficción?
- Vivimos en unos tiempos que contribuyen mucho a la impostura del yo. No censuro a nadie: hay escritores fantásticos que han elegido ese camino, pero a veces, creo, caen en el artificio, en el mero gusto o el juego.
- Dice que el escritor ha de tener imaginación, memoria y dominio de la palabra. ¿Nada más?
- Eso es lo fundamental. Creo en la imaginación, y creo en la memoria como acicate de la imaginación. Y, por supuesto, creo en la palabra narrativa, en fin, que es la materia.