Samanta Schweblin. Foto: Luca Piergiovanni
Los ingredientes que Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) combina en su magnífica nouvelle Distancia de rescate son un trasfondo más o menos ecologista (el mundo agrario tomado por la toxicidad) y una atmósfera a medio camino entre el clásico relato de pueblo maldito y el no menos clásico recurso ultraterreno de la transmigración de las almas. Hay una hija y su madre, un hijo y su madre, unos campos de soja sutilmente pesadillescos, una hechicera. Y esos elementos llegan a nosotros a través de un diálogo entre dos voces que parecen retenidas en un limbo, que se confunden y buscan un inasible centro del desastre. Son dos voces (o dos y media) que inquietan al lector, muy perturbadoras, vagamente deslocalizadas. El tema que más parece preocuparles es esa "distancia de rescate" que una madre mantiene respecto de su criatura: lo mucho o poco que puede tensar el hilo que las une, la necesidad de estar cerca para evitar las cosas malas cuando finalmente sucedan. ¿Cuánta distancia es necesaria para salvar a un hijo de todo lo que puede ocurrirle? ¿Dos metros, diez? ¿Cuánto tiempo cabe mantener esa distancia? ¿Hasta cuándo un hijo es, efectivamente, reconocible como tal? Schweblin rastrea la pesadilla que late en las herencias familiares y sociales, en la maternidad y su pulpa irracional, en los recovecos de la identidad y la infancia. Aquí, familia y mundo son instituciones empapadas de un veneno paralizante. Y todo esto que he ido diciendo cabe en 124 páginas que, francamente, no sé cómo alguien podría no leer de un tirón. Hay algo muy adictivo y al mismo tiempo enormemente malrollero en la lectura de Distancia de rescate, un libro que acaba siendo muy original aunque no tendría por qué serlo, y que diría que logra todo lo que se propone.
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