J.J. Armas Marcelo. Foto: Antonio Heredia

Alfaguara. Madrid, 2014. 339 páginas, 18,50 euros. Ebook: 9,99 euros

El narrador de Réquiem habanero por Fidel, Walter Cepeda, evoca en estas páginas su trayectoria de fervoroso revolucionario castrista, en la que llegó a ser coronel de la Seguridad del Estado. Retirado ya de la vida activa, se le ha concedido un viejo y ostentoso taxi para llevar sobre todo a turistas extranjeros e intelectuales que visitan Cuba. En una ocasión acompaña a Manuel Vázquez Montalbán y se sientan en el hotel "con otro escritor español, blanquito, que se decía apasionado de Cuba, un isleño, Jota Jota o Juancho, lo llamaba indistintamente Vázquez Montalbán" (p. 37). El tal Juancho se dispone a escribir otra novela sobre Cuba, porque, como asegura Vázquez Montalbán,"es uno de nuestros cubanólogos oficiales" (p. 38). Hay otros datos: que al hablar utiliza "de vez en cuando algunas habanerías" y que había sido amigo íntimo del poeta Heberto Padilla (p. 39), que tantos sinsabores acarreó al régimen castrista.



Armas Marcelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1946) se introduce en un costado del relato, a la manera de Velázquez en Las Meninas, pero cediendo la voz narrativa al desencantado Walter Cepeda, que no ha sido únicamente testigo, sino protagonista de varias misiones encomendadas por el régimen en distintos países, incluida su participación en la intervención cubana en Angola y en diversos interrogatorios a presuntos contrarrevolucionarios, como el poeta Padilla. El discurso de Cepeda trata de resumir en unas pocas horas, en las que los recuerdos y los sucesos evocados se entremezclan sin un orden preciso, casi medio siglo de historia cubana. No es la primera vez que Armas Marcelo se interna en la isla -y, de hecho, aquí encontramos alusiones a hechos narrados en otras obras, como El Niño de Luto y el cocinero del Papa (2001)-, pero en esta ocasión, más que centrarse en historias concretas, el autor ha pretendido plasmar en un gran fresco la historia de la revolución castrista, partiendo del entusiasmo inicial y marcando su descomposición paulatina, las deserciones de algunas de sus más destacadas figuras, el castigo de otras -como el caso del fusilamiento del general Arnaldo Ochoa- y la creciente corrupción, ilustrada con anécdotas y tipos concretos, que amenaza con disolver los lejanos ideales.



Todo esto llena los recuerdos y las meditaciones del ex coronel Walter Cepeda, que mantiene su inquebrantable fe en Fidel Castro, aunque en su propio entorno familiar -su mujer, su hermano exiliado en Miami, su hija- nadie mantenga el fervor revolucionario. Una noticia -un bulo más bien- que anuncia la muerte de Castro desencadena los apasionados recuerdos de Cepeda, convencido como está, además, de que Castro es inmortal y no sería concebible una vida sin él.



En cualquier momento esta obra puede cobrar súbita actualidad. A pesar de todo, hay demasiada hinchazón, excesiva hipérbole en la caracterización del personaje, omnipresente en cada línea, que a veces parece detestable y otras -como en el largo episodio de su fascinación por la psiquiatra- provoca compasión por su candidez. Más ajustados son otros perfiles secundarios, como la madre o la hija distante, siempre vistas, claro está, desde la perspectiva del narrador. Como en las anteriores novelas de esta especie de trilogía cubana, lo más destacado es la maestría con que el autor ha adoptado en su monólogo discontinuo las formas coloquiales y la fraseología de un hablante cubano, sin olvidar algunos tics lingüísticos que caracterizan a otros, como Mami o el español Marsans, procedimiento de invención cervantina que Galdós aprovechó y amplió. Pero no olvidemos que poner el relato en boca de un cubano más bien iletrado puede ser un recurso de doble filo, ya que facilita la posibilidad de atribuir algunos usos incorrectos (en pp. 119, 130, 281 y otras) al personaje y no al escritor.