Pierre Lemaitre
Se acerca el primer centenario de la Gran Guerra. El 28 de julio de 1914 comenzó una escalada bélica que se cobraría casi veinte millones de vidas, si sumamos las bajas y los desaparecidos. Se habló de Gran Guerra porque nadie se atrevió a pensar que una matanza semejante se repetiría, incrementado hasta cifras inverosímiles el número de víctimas. Pierre Lemaitre (París, 1951) ha recreado convincentemente las heridas provocadas por la rivalidad entre las grandes potencias de la época. Gracias a los avances de la industria y la ciencia, la ambición de poder desató una violencia particularmente mortífera, que exacerbó los impulsos más destructivos de la condición humana.La historia de Albert Maillard y Édouard Péricourt reproduce los sentimientos de impotencia, humillación, miedo y desamparo de los combatientes, casi siempre hombres comunes con escaso ardor bélico y un sincero anhelo de paz. Albert es un simple contable, con una madre sobreprotectora y una novia casquivana. Édouard es el hijo de un poderoso hombre de negocios, que no le entiende ni le aprecia demasiado. Iconoclasta, provocador y algo bohemio, es un dibujante extraordinario, que se ríe de los convencionalismos y la moral tradicional. A medio camino entre Goya y Sade, muestra las miserias del clero y los aspectos más escabrosos de la sexualidad.
A pocos días del armisticio, el teniente Henri d'Aulnay-Pradelle provocará una sangrienta escaramuza para ascender y encarar la posguerra como un héroe, explotando sus éxitos militares. Albert avanzará por el campo de batalla, sin esperar que Pradelle le arroje a un cráter excavado por un mortero. Se ha convertido en un testigo incómodo y el teniente intentará deshacerse de él. Una explosión completará el trabajo, enterrándole con la cabeza de un caballo. Una onda expansiva ha decapitado al animal y todo indica que será su única compañía en su viaje hacia la muerte. Sin embargo, Édouard contempla la escena e interviene, desenterrando a su compañero. Su gesto de heroísmo le costará un terrible precio. Un trozo de metralla impacta en su cara y le deja gravemente mutilado. Sin nariz, mejillas ni mandíbula, su rostro se convierte en una horrible máscara. Las quemaduras solo respetarán sus ojos, que sobrevivirán para lanzar una mirada de acusación a una sociedad embrutecida por la guerra y las privaciones. Albert asumirá su cuidado el resto de su vida. Al regresar a la vida civil, los dos romperán sus lazos familiares y sociales, recluyéndose en una modesta habitación. Albert aliviará el dolor de su amigo con grandes dosis de morfina, sometiendo su existencia a la penosa tarea de conseguir la droga en el mercado negro.
Nos vemos allá arriba es una novela con grandes cualidades: una trama meticulosamente urdida, unos personajes rebosantes de humanidad, un buen ritmo narrativo y una prosa que fluye sin retórica ni alardes de estilo. Sin caer en el panfleto, Lemaitre formula una profunda condena moral contra la guerra. La amistad entre Albert, que renuncia a sus intereses personales, y Édouard, transformado en un golem que se oculta de las miradas ajenas, no es producto de los sentimientos de culpa y gratitud, sino de la fibra moral que alienta en el interior del ser humano. A pesar de todas las ignominias de nuestra especie, la voz de la conciencia no renuncia a manifestarse, recordándonos que nuestra obligación es socorrer a los más débiles y vulnerables. No se trata de caridad, sino de nuestra propia dignidad, pues si ignoramos el dolor del otro, perderemos la autoestima o nos deslizaremos por la pendiente del cinismo y la crueldad.
No es casual que Édouard solo conserve intacta la mirada. Los ojos son una metáfora del Tú que invoca la solidaridad del Yo. El mal solo es la quiebra de esa reciprocidad que se despliega como fundamento de una ética elemental. Nos vemos allá arriba no es literatura juvenil, pero sí es una buena lectura para los jóvenes. Édouard no despierta compasión, sino repugnancia y rechazo. Al margen de su amigo Albert, solo logra el afecto y la aceptación de una niña, que aún no ha sucumbido a los prejuicios de los adultos. Sus pequeños dedos recorrerán su rostro deformado, con un sonrisa llena de ternura. Nos vemos allá arriba es una elocuente lección de humanidad y un hermoso relato que nos recuerda la vieja máxima paulina: el hombre no es nada sin amor hacia sus semejantes.