Gillian Flynn. Foto: Abel Uribe / Chicago Tribune.
He aquí la novela que convirtió a Gillian Flynn (Kansas, 1971), la futura autora de la poderosamente adictiva Perdida, por entonces, estamos hablando de 2006, en todo un fenómeno del thriller de culto. He aquí la historia de una periodista atormentada, una periodista que ha huido de su asfixiante (y cotilla y violenta) ciudad natal, Wind Gap, y ha acabado en Chicago, trabajando para el Daily Post, en concreto, para la sección de Sucesos, donde tiene un jefe, un tipo llamado Frank, Frank Curry, que la obliga a regresar a su habitación de adolescente en busca de titulares. Porque en la pequeña y asfixiante Wind Gap están desapareciendo niñas. Niñas que jamás regresarán a casa porque están muertas. ¿Y quién se las está llevando, quién las está asesinando? El jefe de policía encargado del caso y el agente especial que ha llegado desde Kansas para ayudarlo en las pesquisas se encogen de hombros. Lo único que saben al respecto es que quien sea que lo esté haciendo está obsesionado con los dientes. ¿Por qué? Porque es lo único que hace. Arrancarles los dientes. Y asesinarlas después.Así, Camille Preaker llega a Wind Gap y empieza a hacer incómodas preguntas y a sacar de quicio a su madre, la omnipresente y hitchcockniana Adora, a quien parece traerle sin cuidado que su hija haya vuelto a casa. En parte porque está demasiado pendiente de Amma, su otra hija adolescente, la hija que sustituyó, sin poder evitarlo, a Marian. Marian, la herida abierta, la hermana muerta, uno de los muchos muros que separan a Camille de su madre, y a su madre del resto del mundo. Hasta aquí un esbozo del arranque de la trama, algo que en una novela de Flynn importa hasta cierto punto, porque lo suyo es la construcción de personajes. Son sus personajes, y en este caso, el personaje protagonista, la voz de la periodista, narradora en perpetuo proceso de autodestrucción (lo suyo son los cuchillos que dibujan letras sobre su propia piel), el verdadero motor de la historia, que es a la vez una reflexión decididamente cruda, de lo que la maternidad puede hacerles a ciertas mujeres, y una inmersión en un yo pasado, el de la propia Camille, al que le debe todo lo que es (incluida su afición al vodka) pero con el que jamás pensó que volvería a encontrarse.
Y aunque no está a la altura de su particular blockbuster (Perdida es, hasta la fecha, no sólo su novela más vendida sino también la más redonda), Heridas abiertas está a años luz de cualquier thriller al uso, y lo está precisamente porque sus personajes están dolorosamente vivos. Podría decirse que Flynn tiene un don. Y que ese don tiene que ver con lo fácil que parece resultarle secuestrar al lector en la primera página y no soltarle hasta la última, un secuestro que nada tiene que ver con la resolución del caso en cuestión, sino más bien con la peripecia de la narradora, una Bridget Jones que convierte en cicatrices su inseguridad, cuya voz se instala en la cabeza del lector y le impide pensar en otra cosa. Pulsa, esta amante del cine de Hitchcock que confiesa haber visto "un millón de veces" Psicosis, las teclas adecuadas para, en su intento por acabar de una vez por todas con todos los tópicos del género que se leen como tormentosas historias personales. Sobre todo en el caso de Heridas abiertas y la malograda Camille. Y es que el lector no sigue leyendo porque quiera saber qué ha pasado con esas niñas, que, después de todo, no eran en absoluto buenas chicas, sino porque se muere por saber cómo va a acabar Camille. Porque no puede quitársela de la cabeza.