Raymond Quenau. Foto: Archivo

Obertura de Enrique Vila-Matas. Traducción de Mauricio Wacquez. Blackie Books, 2014. 407 páginas, 23 euros

Siempre he relacionado el talento de Queneau con el de nuestro Ramón. Ambos fueron hombres orquesta de las letras, maestros en la búsqueda de la revelación a través del juego de las palabras. El tercero de los textos ahora publicados en estas Obras completas de Sally Mara bien puede confirmarnos esta relación, pues se trata de una colección de malabarismos verbales a modo de greguerías ramonianas, como esta definición: "El humor es un intento de lijar la gilipollez de los grandes sentimientos". Una de las expresiones más logradas del talante lúdico consiste en la heteronimia, que es precisamente el fundamento de este volumen, aparecido en Francia en 1962. Amén de Sally más íntima, recopilación de greguerías francesas, se incluyen aquí otros dos títulos. El primero es el Diario íntimo de la joven irlandesa de aquel nombre, que en un airado prólogo se defiende de la intromisión al frente de sus escritos de "un tal Queneau", agente de la empresa editora Gallimard, que anduvo enredando para discutirle la autoría mediante el uso trapacero de un seudónimo, Michel Presle, en realidad el nombre que la propia Sally Mara le había puesto a un personaje inventado por ella.



Y el segundo, es la novela Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, cuyo título Sally discute con su hermano Joël hacia el final de su diario, una narración a modo de bildungsroman en el que el aprendizaje de la protagonista en primera persona es fundamentalmente sexual ("Vaya, me olvidaba; ayer, Tim me desvirgó", p. 206), y en menor medida lingüístico, pues Sally se esfuerza en aprender gaélico para poder escribir en esa lengua su futura novela. Al final de este Diario íntimo se cuela de rondón la figura "de un tipo de Dublín, un tal Joyce, un pornógrafo que se ve obligado a publicar sus libros en París", confirmación de que estamos ante una especie de contrafactum de los relatos de Dubliners en clave de máxima irreverencia expresionista, que es el modo en que Sally ve la familia, la sociedad, la religión, los placeres y la lengua y la cultura de su país.



Juan Ramón Jiménez llamó a Valle-Inclán "el primer fablistán de España" y lo relacionaba intensamente con los escritores irlandeses, invocando la común identidad celta. Hay episodios de Ulysses que nos parecen en verdad esperpénticos, pero la fórmula valleinclaniana de pintar a los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos es lo que Joyce hace sacando a pasear a Odiseo por los callejones dublineses del Gato.



Esa es la clave de la novela de Sally Mara, en la que ella ya no interviene sino que la narración se resuelve en tercera persona con un intenso predominio de los diálogos. Novela, pues, dramática y esperpéntica, que nos ofrece la narración desmitificadora de uno de los episodios de la lucha por la independencia, el llamado "alzamiento de Pascua" de 1916 cuando los insurrectos ocuparon durante seis días los edificios clave de Dublín.



Aquí, el pelotón independentista se hace con la estafeta postal de Eden Quay hasta que son bombardeados por la cañonera británica Furious, el mando del comodoro Cartwright cuya prometida y ferviente partidaria de la monarquía, Gertie Girdle, empleada y rehén en la oficina, va seduciendo uno a uno a la mayoría de los sediciosos al tiempo que los increpa por ser indignos súbditos de su Graciosa Majestad. La contraseña que manejan entre ellos es ni más ni menos que Finnegans Wake, en honor a la goliárdica balada tradicional que Joyce aprovechó para titular su work in progress de imposible lectura. Pero, asimismo, cuando uno de los comandos menciona la palabra "agnóstica" el analfabeto Caffrey apostilla: "Vaya, hoy aprendemos palabras nuevas. ¡Se nota que estamos en el país de James Joyce!" (flagrante anacronismo, pues no se había publicado Ulysses). Precisamente por esa ridiculización de una gesta heroica y por lo extravagante de la comicidad de las escenas narradas, lo que en el Diario íntimo era propiamente una farsa se convierte ahora en un verdadero esperpento, cuyo clímax se intensifica hasta el paroxismo en las páginas finales, con la muerte de Larry O'Rourke que, atormentado por sus remordimientos papistas, quisiera casarse con una Gertie Girdle antes de expirar reventado por los proyectiles ingleses.