Andrés Ibáñez. Foto: Carlos Cuesta
Si no genialidad, como afirma Miguel Dalmau en la contraportada, desde luego detecto trazas de superdotación en la escritura de Andrés Ibáñez (Madrid, 1961): esa sensación de que como narrador podría hacer todo lo que se propusiera, siempre a su bola; esas mímesis deliberadas de estilos y acentos; ese músculo para narrar sin desfallecimiento, sinfónicamente... Y qué curiosa es su trayectoria: si hay un escritor que gusta de probar cosas nuevas, pese a los rasgos muy constantes y reconocibles de su universo, ese es Ibáñez. Brilla, mar del Edén tiene muchos puntos para ser su libro más desconcertante, y eso que al principio no lo parece.La novela arranca con un accidente de avión en pleno Pacífico que sacude con fuerza al lector. Enseguida, un grupo heterogéneo de supervivientes logra alcanzar una isla que pronto se revelará mágica, o quizás escenario de algún experimento científico grotesco, puesto que parece estar llena de gigantes, salvajes, ovnis, fantasmas y otros delirios. Así empieza esta lucha por la supervivencia narrada por Juan Barbarín, músico español solitario y mujeriego que nunca ha olvidado su primer amor. Por cierto, entre esos supervivientes perdidos se encuentra nada menos que un tal Roberto B., escritor chileno fascinante e irritante a partes iguales: gran personaje. ¿Les suena de algo?
El inicio de la novela se inspira en Lost, una serie que me pone de mal humor. Por suerte, diría que en realidad Lost no es una referencia tan central en Brilla, mar del Edén (aunque los guionistas envidiarían su capacidad para el triple salto mortal de trama y casuística). Así que olviden el modelo televisivo: esta es una personalísima novela, delicadamente excesiva, que me lleva a pensar en Murakami y sus mitologías complejas presentadas bajo una apariencia accesible. O en el director de cine animado Hayao Miyazaki, cada vez que Ibáñez recrea la imaginación infantil, sólo que el escritor la presenta más amenazante, más salvaje. Y pienso también en un clásico como Robinson Crusoe: allá teníamos al hombre capitalista enfrentado al estado natural, aquí a la sociedad capitalista enfrentada al estado mistérico. Pero estas son sólo algunas simpatías: ni todas, ni definitivas.
Lo más curioso es que en muchos pasajes Brilla, mar del Edén está escrita como si fuera una aventura clásica: su prosa es finísima, ni pedante ni alambicada. Lo mismo ocurre con su estructura, lineal y hasta previsible; cuando aparecen nouvelles que sirven para conocer el pasado de algún personaje (inolvidable la del mecánico que asesora a Salinger o Pynchon), Ibáñez las introduce de una forma más cervantina que posmoderna, aunque muestra una ductilidad tremenda para ser muchos narradores distintos. Pero "el misterio del mundo es también su claridad": cuanto más transparente es el autor, más denso se revela su universo espiritual. La "línea clara" de Ibáñez sirve para hablar de la materia de la que está hecha la vida y, sobre todo, del Amor. Y esa mayúscula no es arbitraria, porque los mitos como Tristán e Isolda viven en todos nosotros.
Andrés Ibáñez tiene una personalidad arrolladora: su rareza no responde a modas ni a una voluntad de consolidar una marca-Ibáñez, y algunos de sus temas ni siquiera gozan de prestigio en los circuitos culturales más homologables. Tanto (le) da: son apabullantes su energía y su valor para mantenerse firme en una propuesta marciana y reconfortante que, eso sí, algunos abandonarán aullando: "¡no más prácticas yogui!". Por mi parte, les diré esto: salvo un breve desfallecimiento en el tramo final (pero no en El Final, esos bellísimos ‘Senderos bajo los sauces'), me he divertido mucho devorando este libro larguísimo. Una diversión, insisto, clara y densa.