Manuel Longares. Foto: Antonio Heredia

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2013. 288 páginas, 18 euros

Con continuidad y sin prisas, Manuel Longares (Madrid, 1943) ha hecho una obra narrativa que revela una fuerte evolución. Aunque el escritor siempre ha atendido a impulsos personales y a las exigencias de la escritura de calidad, ha pasado de unas novelas iniciales, allá por los comienzos de la democracia, volcadas en la reescritura paródica de la literatura popular, a textos centrados en un análisis satírico de comportamientos colectivos. Esa distancia separa La novela del corsé (1979) y Romanticismo (2001). Tal evolución no implica haber quemado las viejas naves y sustituirlas por otras de nueva factoría, pues ha permanecido fiel a una mirada cordial que se manifiesta en su preferencia por los registros humorísticos y a una sensibilidad especial para contemplar la vida inserta en los procesos históricos. Por eso, su nueva novela, Los ingenuos, siendo distinta a todo lo anterior, guarda con ello cierto parentesco y hasta podría decirse que tiene algo de síntesis de una escritura general.



El gusto primitivo de Longares por incorporar la ficción a la ficción está presente en Los ingenuos por contrapuntear la trama con novelas sentimentales, y por la afición de varios personajes al cine, al teatro y a la mala poesía. La celebrada Romanticismo hablaba de los franquistas del acomodado barrio madrileño de Serrano y Los ingenuos trata de las clases populares en los aledaños humildes y putañeros de la Gran Vía: dos caras, vencedores y vencidos, de una misma moneda urbana. Hace poco, en Las cuatro esquinas (2011), establecía Longares sucesivos recortes temporales para atravesar la historia española desde la guerra civil y ahora utiliza una estrategia semejante con idéntico propósito. En suma, encontramos un Longares renovado y fiel a sí mismo.



El arranque de Los ingenuos está concebido con una malicia que supone un reto para el lector apresurado. Buen número de páginas despiden inconfundible aroma costumbrista. Encontramos una familia menesterosa en una destartalada y gélida portería del centro menestral de Madrid. La España miserable de los años 40, el fanatismo, las privaciones y negocietes turbios de entonces tienen trazas de testimonio documental, aunque algún disparate, excentricidad o exageración, apunta a un tipo de realismo diferente. La familia, y la tropa de sus allegados y conocidos, continúa en el capítulo dos, ya en los 60, con el protagonismo de la hija y el hijo que repiten, en una visión circular de la historia, las anteriores desazones y las actuaciones disparatadas. Esa misma gente la hallamos en el tercer y último capítulo, coetáneo de la agonía de Franco, aquí con datos de la represión política y con un tono que, definitivamente ya, ha sustituido el retrato veraz por la astracanada.



La galería de gentes que atraviesa los años de la dictadura remite a una mirada cálida de la naturaleza humana. Con poderío imaginativo, el autor habla de pulsiones íntimas, pesadumbres sentimentales, quimeras laborales y anhelos inalcanzables. Ni la filiación guiñolesca de los protagonistas ni el expresionismo valleinclanesco de las anécdotas impiden un retrato entrañado de unos seres que andan por la vida con ilusiones y fracasos a cuestas. Longares rinde tributo a la pobre gente que no claudica de sus esperanzas, aunque tenga razón Modesta, la sufrida esposa y madre, en la sentencia con que cierra el libro: "Mañana, igual que ayer". Tal mensaje desprende esta fábula a propósito exagerada hasta la hipérbole grotesca, ácida y tierna, además de divertida. santos sanz villanueva