Uno de los nuestros
Willa Cather
31 mayo, 2013 02:00Willa Cather
También hay trenes en Uno de los nuestros, novela ganadora del Pulitzer en 1922, fecha que Cather vincularía más tarde a una ruptura definitiva del mundo con su pasado. Esos trenes conviven con carros y coches, y más adelante con grandes buques y aviones. Incluso la guerra parece aquí un prodigioso y metafórico medio de transporte, en lo que supone un crescendo del movimiento que llevará a su protagonista de los viejos códigos que lo asfixian al gran horizonte del ideal y el peligro. Y es que, si me permiten el capricho de citar a Hölderlin, "allí donde está el peligro, allí crece también lo que salva".
Claude Wheeler es hijo de la clase acomodada del Medio Oeste. Sensible y curioso, hombre en busca de alguien a quien admirar, Wheeler parece condenado a llevar una vida que no desea al frente de la granja familiar, casado con una puritana, sedentario, infeliz. Pero entonces estalla la Primera Guerra Mundial, y Claude se entregará al combate por un mundo nuevo, o mejor, por su nuevo mundo. Así, en Uno de los nuestros conviven dos novelas: la primera es un relato de aprendizaje y resignación marcado por el paisaje típicamente catheriano, que es un paisaje de la memoria; mientras que la segunda se convierte en una solvente novela bélica con todas las exigencias del género: amores imposibles, vísceras, valentía y honor, camaradería.
El resultado es notable, aunque más académico y distante que la obra maestra Mi Ántonia. Eso sí: la traducción, de una literalidad fallida, no le hace ningún favor. A Cather le sale muy bien su protagonista masculino, sobre todo en la relación que mantiene con cuanto le rodea: hay una ambivalencia hermosa y muy creíble en la mirada que proyecta sobre su madre, en la tensión cómplice con la profesora de música Gladys o en su amistad idealizada con otro músico, el soldado Gerhardt. Estos personajes nos recuerdan que toda promesa cobija una decepción, pero sólo si le damos al tiempo la oportunidad de demostrarlo.