Alfons Cervera
Vuelve Alfons Cervera (Gestalgar, La Serranía -Valencia-, 1947) con una novela en la que cualquier lector suyo reconocerá numerosos indicios que permiten identificar sin vacilación alguna al autor. Porque, en efecto, son característicos sus motivos básicos (el tiempo, los recuerdos fragmentados, la gravitación del pasado sobre el presente, la atención a seres humildes zarandeados por las penalidades, la ficción como recurso para suplir los huecos de la memoria, porque "cuando inventamos también construimos la realidad"(p. 129), pero también el estilo narrativo, con una mezcla continua de voces y perspectivas que convierten el conjunto en una obra coral, donde las rememoraciones y las impresiones actuales se mezclan a veces en el mismo párrafo, porque "los recuerdos llegan cuando quieren. Y también se van cuando les da la gana" (p. 134).Así, entremezclando voces no siempre explícitamente identificadas, manteniendo un vaivén entre momentos pasados y situaciones presentes que se interceptan sin cesar, Cervera pone en pie la historia de unos habitantes de un escondido lugar valenciano devastado por la guerra y azotado por las dos oleadas de la emigración: la de los fugitivos amenazados por los vencedores de la contienda bélica y la que, años después, protagonizaron, huyendo de la miseria, quienes decidieron trasladarse al sur de Francia en busca de una supervivencia no tan angustiosa como la que padecían en España. La vuelta de uno de esos emigrantes a su lugar natal para asistir a un entierro desencadena el alud de recuerdos, reencuentros y noticias acerca de aquellas vidas que acabaron siguiendo muy diferentes derroteros y que no siempre acabaron con el regreso a su país. Incluso el propio autor aparece aludido por algunos personajes (pp. 111, 124, 130), y uno de los narradores afirma que "lo que elige Alfons para sus novelas" es "la voz que no se escucha en ningún sitio. La historia de lo pequeño. La no historia, diría alguien" (p. 130). Esa ojeada de refilón al autor ilustra acerca de esa mixtura inextricable de invención y realidad cronística patente en las obras de Cervera, y se incrementa con referencias a otros textos suyos, como las escenas en que se evoca la muerte de la madre y la posibilidad de escribir sobre ella (pp. 91, 124), que es precisamente lo que ocurría en la novela anterior, Esas vidas (2009).
El estilo narrativo fracciona las acciones en breves capítulos y organiza el discurso en párrafos breves, a menudo simples enunciados nominales, que son como destellos o pinceladas sueltas, impresiones vivaces que dejan con frecuencia sin concluir historias y anécdotas, lo que no significa que el lector no pueda completarlas en algunos casos, con ejemplos de elusión tan sobresalientes como lo sucedido entre Aurora y François, su novio francés, entre otros casos. Esto y la cuidada repetición de algunas frases, casi como deliberadas muletillas -la contemplación de la fotografía infantil en las páginas 13 y 132, la analogía entre los números quebrados que explica monsieur Baas y los cuerpos destrozados de los soldados (pp. 52, 53, 64), etc.-, en diversos momentos del texto, hacen pensar a veces en la técnica compositiva del cuento, aunque el autor ha trabado férreamente los capítulos para reforzar la unidad del conjunto.
Y la prosa es impecable, con la salvedad de algunos valencianismos que se filtran inesperadamente: "el polideportivo donde hace el baile" (p. 69), "la rata esclafada" (p. 75, por ‘aplastada') o "espolsarse" (p. 105) por ‘sacudirse el polvo'. De menor tensión dramática y elegíaca que la novela anterior, esta nueva aparición de Alfons Cervera mantiene intacto el crédito de una narrativa acusadamente personal, siempre recomendable.