A bordo del famoso Transiberiano, que recorre 9.000 kilómetros atravesando Rusia, se embarca Anne, la narradora de El sofá rojo, en busca de Gyl, un antiguo amor. Llegará hasta Irkoutsk, a orillas del lago Baïkal, donde parece que Gyl ha rehecho su vida.
Escrito bajo la forma del monólogo, el viaje que emprende la protagonista es un pretexto para evadirse, reflexionar, recordar y, por qué no, descubrir una Rusia postsoviética. El tono es intimista y la voz de Anne recorre momentos puntuales de su vida rompiendo la cronología. La narración alterna el viaje en tren con los recuerdos de otro personaje femenino, Clémence Barrot, una vecina mayor a la que, tumbada en un sofá rojo, Anne le solía leer todas las tardes. Dos vidas puestas en paralelo: Clémence también tuvo un gran amor, Paul, asesinado durante la II Guerra Mundial, y al que recuerda cuando el alzheimer se lo permite. Los diálogos entre estas dos mujeres sobre literatura, sobre heroínas valientes como Milena, que cruzó a nado el río Dalmau por amor a Kafka, recorren de forma fragmentada las páginas del libro.
El viaje físico se convierte en viaje interior a través de este monólogo que nos hace partícipe de los pensamientos de la narradora. Anne no solo busca a Gyl sino también darle un sentido a su vida, y su viaje se convierte en un recorrido vital: "Me gustaba pensar en ella en mi hotel de paso, tenía muchas ganas de volver a verla pronto, de contarle mi extraño viaje, sin duda el más extraño de todos mis viajes, porque más que ningún otro me devolvía [...] a la sencilla verdad de mi vida" (pág, 74).