Joaquín Pérez Azaústre. Foto: Madero Cubero

Anagrama. Barcelona, 2012. 237 páginas, 16'90 euros

Pérez Azaústre bucea en la soledad del hombre contemporáneo en su última novela

Uno de los rasgos valorables en cualquier narrador es el inconformismo, la aspiración a rehuir caminos trillados y previsibles, la búsqueda de fórmulas que permitan contar de otro modo. Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) pertenece a este exiguo grupo de escritores exigentes, tanto en sus relatos como en los libros de poemas, artículos y ensayos.



Los nadadores puede en algunos aspectos ser una novela insuficiente, pero no es en modo alguno una novela vulgar, aunque despliegue ante el lector una madeja de hechos y tipos triviales: Jonás, el fotógrafo que acude regularmente a la piscina para corregir una deformación de espalda; su amigo y compañero de jornadas natatorias Sergio, confortablemente instalado en una próspera empresa; otros nadadores cuya única entidad es el nombre imaginado que les asignan los dos amigos (Australia, Hombre-Pez, Pongo y Bongo); el padre de Jonás, antiguo policía; Sila Montesinos, dueño de unos viveros y de otros enigmáticos negocios.



Salvo en el caso de la visita de Jonás a este último, todo parece discurrir por los cauces más rutinarios e inanes, y la técnica narrativa de la primera mitad de la novela, deliberadamente lenta y repetitiva, servida por una prosa de construcciones sintácticas pausadas y extensas, tiende a subrayar esa vida sin sorpresas a la que todos parecen haberse ido acomodando. La práctica reiterada de la natación, ejemplo de actividad solitaria y silenciosa, acentúa el aislamiento de los personajes, algo que, sin que el lector lo sospeche, constituye, junto con la soledad sentimental de Jonás, el motivo premonitorio que conduce al meollo de la historia.



La súbita e inexplicable desaparición de la madre de Jonás, seguida de otras que se producen sin dejar en ningún caso rastro alguno, nos introduce en un nivel distinto, que no es el del enigma misterioso -como lo prueba el hecho de que los incidentes no se investiguen ni se aclaren-, sino el de un ámbito simbólico cuyo significado apunta al irremisible camino del ser humano hacia la soledad y el desamparo tras la ruptura inexorable de todo vínculo afectivo. Es inevitable recordar el planteamiento distinto pero no demasiado distante de Javier Tomeo en su novela La ciudad de las palomas (1989), donde una ciudad aparece inesperadamente poblada sólo por palomas a las que el solitario narrador debe presentar batalla.



En Los nadadores, el recorrido final por las instalaciones desiertas de la piscina sitúa a Jonás en medio de la desolación más absoluta. Nada se resolverá: ni el paradero de los desaparecidos, ni los negocios de Sila, porque, al fin y al cabo, todo se precipita hacia la extinción, y la alucinante escena del club nocturno, con el descenso hasta su zona subterránea, adquiere las proporciones de otro aviso premonitorio. El único modo de sobrevivir a la soledad y el acabamiento es recobrar el pasado desvanecido. La espléndida escena en que Jonás recorre la casa familiar y repasa los objetos de la madre desaparecida (capítulos 25-28) representa muy bien ese asidero al que es preciso aferrarse. Y entre los objetos desperdigados en el vestuario vacío de la piscina hay un ejemplar de la novela El tiempo recobrado (que es, no se olvide, el último volumen de la serie de Proust). El mismo Jonás, que se debate entre sus posibilidades como artista fotográfico y el mero uso comercial de la fotografía de encargo, refleja también -acaso oblicuamente- un dilema personal.



Aunque el final sea ambiguo, el esfuerzo de transmitir ideas mediante hechos cotidianos, aprovechando sus proyecciones simbólicas -y sin necesidad de evocar a Kafka-, hace de Los nadadores un relato notable. Y la prosa es muy cuidada, aunque son desaconsejables algunas adjetivaciones (plantas "voluptuosas", p. 107; mirada "impávida", p. 151), ciertas frases desafortunadas ("una jornada aparentemente análoga a tantas parecidas", p.71; "al final distingue una barra distinta a la de arriba", p. 196) y la excesiva complejidad de muchos párrafos: en las páginas 83-84 el discurso se extiende a lo largo de veinticinco líneas sin una sola pausa gráfica; a renglón seguido comienza otro párrafo análogo de dieciocho líneas. Entre el sujeto del enunciado ("la carnicería") y el verbo se insertan doce líneas de expansiones diversas (p. 106). Por suerte, Pérez Azaústre no es de los que sueltan las riendas de la frase.