José Saramago. Foto José Aymá
Por azarosa coincidencia, Claraboya aparece tras la muerte de Dimitri Nabokov, que en 2009 decidió publicar El original de Laura en contra de la voluntad de su padre. Se reavivó entonces la polémica acerca del respeto que merecen las últimas voluntades de los autores y del fetichismo literario latente en rescates como el de aquella mal denominada “novela en fragmentos” de Vladimir Nabokov que por hipérbole filial apareció calificada de “obra maestra embrionaria”. Ni lo uno (la traición) ni lo otro (la cualidad objetiva del texto) tiene nada que ver con Claraboya que ahora traduce Pilar del Río. La presidenta de la Fundación Saramago nos explica la suerte de este “libro perdido y hallado en el tiempo”. El Nobel portugués lo escribió entre los años cuarenta y cincuenta y presentó la que era entonces su segunda novela a una editorial de la que no obtuvo ninguna respuesta. La humillación que ello le deparó lo apartaría de la narrativa a favor de la poesía y demoraría en veinte años el desarrollo de su carrera. En 1999, aquella desdeñosa editorial dijo haber encontrado en sus archivos el manuscrito de 1953 y ofreció publicarlo, posibilidad que Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922-Lanzarote, 2010) declinó así como la de que viese la luz estando en vida. Lo ha hecho finalmente el año pasado en Portugal y Brasil, y ahora los lectores españoles comprobamos, en comparación con Laura, que se trata de una novela completa y perfecta en sí misma, y, si no una “obra maestra”, un texto de rara madurez, muy acorde con lo que era la narrativa del momento pero que ha resistido perfectamente el paso del tiempo y se lee hoy con auténtica fruición. Desde su propio título parece remitir al patrón de aquellas “novelas de espacio” que los neorrealismos europeos utilizaban cuando elegían una casa de vecinos como escenario para representar un microcosmos humano transido de precariedad y desesperanza. Poco después de Saramago, Michel Butor escribe en esta línea Passage de Milan y entre nosotros, en 1958, Lauro Olmo Ayer, 27 de octubre. Algo, o mucho, hay del mismo planteamiento en Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo, y Claraboya resuelve algunos capítulos de su narración con un efectismo en los diálogos y una fuerza dramática en las situaciones que tiene mucho de teatral. Pero, a este respecto, no me parece ociosa otra referencia: la de la primera novela unanimista de Jules Romains, Mort de quelqu'un, que a raíz de la muerte de un jubilado ferroviario en su modesto apartamento de Paris provoca entre sus vecinos y familiares más cercanos una conmoción solidaria y humanista. El ismo que por aquel entonces comenzaba a desarrollar el escritor francés alienta en la dialéctica trenzada entre dos de los personajes más profundos de esta novela: el anciano zapatero Silvestre, y el joven desclasado y prematuramente vencido Abel Nogueira, lector de Pessoa, al que el novelista pone el segundo apellido del poeta. Con gran sutileza, Saramago realiza ante el lector un ejercicio de prestidigitación: lo que comienza pareciendo una típica novela de espacio, de protagonista colectivo -el “unánime” de una casa lisboeta- e intencionalidad neorrealista, acaba convirtiéndose en una formidable novela de personajes muy bien concebidos y resueltos. Todos son modestos, salvo el empresario Paulino Moráis, y la mayoría infelices. Pero no por lo que el narrador nos diga al describirlos, sino porque con lo que hacen y dicen dejan su impronta de figuras de una pieza, inconfundibles, irrepetibles aun dentro de la grisura general. Es cierto que destacan mujeres de extraordinaria factura, pero no menos logrados están hombres como los dos mencionados, que representan la búsqueda de un sentido de la vida y contrastan con otros que encarnan la prepotencia o la canalla. Entre unas y otros se teje, además, una malla de relaciones sutiles y a veces brutales en donde todo influye en todo. Claraboya destaca, así, por el planteamiento de temas poco transitados, como el desamor, el odio conyugal, la fealdad de los cuerpos, la sexualidad brutal, el homoerotismo, todo ello en el ámbito de las familias. Una de aquellas escenas dramáticas a las que he aludido corresponde a la ruptura de la “mantenida” Justina, su protector Caetano y la madre de ella que se beneficia de una situación descrita por su hija con insólita dureza. Y otra, a la feroz disputa entre la gallega Carmen y su marido portugués Emilio Fonseca ante la mirada aterrada del hijo de ambos.
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