Ismael Martínez Biurrun . Por Quique García
Aunque Ismael Martínez Biurrun (Pamplona, 1972) tiene ya en su haber tres novelas, solo ahora descubro el narrador cuajado y de calidad que desconocía en El escondite de Grisha. De entrada, este libro llama la atención por la personalidad de su mundo literario, al margen por completo de los asuntos habituales en nuestra narrativa última. Algo se debe esta impresión a que ofrezca puntos de contacto con el relato fantástico, tan poco frecuentado por las letras cas- tellanas, y esté trufado con fenómenos paranormales. Pero el motivo fundamental debe buscarse en la firmeza con que se cuenta una anécdota psicologista fuera de modas e intemporal: una buena, original y desasosegante historia de almas trastornadas.El escondite de Grisha refiere un argumento claro. El bibliotecario Olmo Lasa conoce en su trabajo a Grisha, un extraño niño ucraniano adoptado por una familia española fallecida en accidente, y establece con él estrechos vínculos. Esta relación le complica en la muerte del tutor del chico, Amer, un mafioso del Este. A consecuencia del homicidio y también arrastrado por la necesidad de Grisha de revivir las circunstancias de su nacimiento, Olmo viaja a Chernóbil con el niño. Aquí, el hombre padece situaciones límite que, superadas, suponen la liberación de viejos traumas.
Esta trama unitaria se desarrolla con la disposición clásica de planteamiento, nudo y desenlace, pero ese eje principal se ramifica y da entrada a diversidad de historias y personajes. Olmo vive una relación amorosa con la policía que investigó un oscuro episodio de su pasado, a la vez que dirige su narración, en primera persona, a Julia, la psiquiatra que antaño le atendió más allá de lo profesional y cuya muerte pesa en su conciencia. En cuanto a Grisha, su terrible historia descubre los abismos tenebrosos de la condición humana.
Los personajes aportan conflictos de alta intensidad que llegan al trastorno enajenante en Olmo y Grisha, quienes, cada cual por su lado, asumen una dimensión trágica. A Olmo le pesa el parricidio cometido con 15 años. A Grisha, el que no sea quien creía, hijo de un héroe de Chernóbil, sino el desvalido ser a quien su padre vendió con meses por dinero. Así, la pareja, algo forzada, se justifica bien. Ambos personajes tienen trazas de símbolos del desasistimiento y encarnan variantes del arquetipo del fugitivo acosado por la expiación de la culpa.
Asuntos tan complejos y densos suponen el reto de convertirlos en materia novelesca atractiva que sortee el doble riesgo de la especulación y lo abstracto. Lo supera Martínez Biurrun con atinados recursos. La excepcionalidad de los personajes se contrapesa con una cualidad de individuos concretos y comunes. El fondo onírico y la atmósfera de pesadilla conviven con un dramatismo intenso y con la narración verista de los sucesos, magistral en el impactante episodio de la adopción del niño. Un soporte de intriga mantiene vivo el interés de la historia. Creativas imágenes enriquecen una cuidada prosa comunicativa. El énfasis dostoievskiano y el hondo existencialismo no restan veracidad ni emoción a la inquietante tesis del libro: por tal puede tenerse la creencia del traumatizado bibliotecario de que "todos somos huérfanos".