Juan Martín García-Sancho
He aquí una muestra de narrador novel (Arévalo -Ávila-, 1965) al que conviene prestar alguna atención, más por las dotes de escritor que exhibe que por la perfección de los resultados. Secundarios reúne unos cuantos personajes de un barrio madrileño y sigue sus idas y venidas durante todo un día -de diez de la mañana a once de la noche-, segmentando el tiempo de la historia de modo que a cada capítulo le corresponda una hora e invitando así, de acuerdo con ilustres precedentes, a que el tiempo de la lectura y el de la novela coincidan.El autor ha puesto un especial cuidado en bosquejar una galería de personajes -esos "secundarios" a los que se refiere el título de la obra y que raras veces se incorporan con nombres y apellidos a la historia general- amplia y variada: algunas mujeres de edad, el dueño de un bar -que, de acuerdo con el modelo de La colmena, sirve como punto de confluencia de varios tipos de la vecindad-, un taxista que tiene una esposa ludópata, una jovencita alocada, un senador, un par de médicos, algunos jóvenes desnortados, una inmigrante extranjera, un profesor, el dueño de un supermercado, la cajera…
La historia propiamente dicha no adquiere contextura hasta las horas postreras del día -o los capítulos últimos de la novela-, donde una reyerta absurda acaba en tragedia y descubre los hilos de una trama delictiva oculta bajo el apacible discurrir de esas vidas. Pero lo que predomina son los retratos y su configuración lingüística. El autor ha tratado de singularizar a cada uno atribuyéndole formas idiomáticas y giros que los caractericen, con una marcada proclividad a la caricatura y la deformación. Y acierta en muchos casos, pero peca por demasía. La joven Eli no pronuncia un solo adjetivo sin anteponerle el prefijo super-: superinsignificante, superguay, supernazi, supersimpático, superbien, etc. Doña Liduina es muy aficionada al insulto, pero los encadena en cualquier momento con una profusión que nos aleja del humor y nos conduce a la simple caricatura descarnada (véase p. 62, por ejemplo). Doña Lupita es una dama altiva y estirada, pero demasiado altiva y estirada, con un comportamiento que en la vida real le hubiera enajenado la enemistad de todo el barrio.
El profesor Calasanz habla con una retórica hueca y campanuda, pero cuando sus hábitos lingüísticos no cambian e presencia de un cadáver y varios heridos por apuñalamiento, el personaje se queda sólo en un perfil sin apenas contenido verosímil. Y algo parecido podría afirmarse de casi todos los personajes. Al final, la conversación entre el senador y el policía sugiere asuntos graves que quedan únicamente apuntados.
Si el autor, bien dotado para el bosquejo de tipos y su caracterización coloquial, hubiera inclinado más la balanza hacia el humor, evitando los excesos que ya han quedado señalados, la novela hubiese acabado por tener más peso específico, porque en ella existen, aunque de modo embrionario, asuntos de nuestra actualidad: actitudes xenófobas, antiguos odios políticos reavivados -a veces merced a enfrentamientos puramente deportivos-, trata de blancas, actividad policial entorpecida por la presión política… Todo esto existe en el fondo de la obra, pero apenas aflora, ahogado por el deleite verbal y la demora en retratos de personajes que son como los conocemos desde el principio.