Rosa Montero. Foto: Iñaki Andrés
Desde ella se extiende una peripecia futurista que contiene intriga y resuelve con bastante éxito la dificultad que entraña sostener la tensión en una aventura tan extensa y ambiciosa. Y lo logra, incluso cuando son tantas las sorpresas que el lector se pregunta cómo podrá salir con buen pie de tan complejo despliegue de motivos entreverados. Pero reservemos los pormenores al disfrute de la lectura. Adelantemos, en cambio, que, en esencia, contiene una supuesta "Historia de la humanidad" (amenazada por tergiversaciones inexplicables), documentada en capítulos que se ofrecen entrelazados con la trama principal, para contar cómo ha surgido ese mundo al que se adscribe el relato que ocupa el primer plano narrativo, y cuál es el origen de sus primeros "replicantes", (también llamados "tecnohumanos") porque en su día sus creadores (los humanos) les dotaron de un "juego completo de memoria con suficiente apoyo documental real (fotos, holografías y grabaciones de su pasado imaginario) para proveerles de recuerdos" y garantizar, así, su estabilidad emocional.
En ese universo ficticio (en poco más de semana y media del mes de enero de 2109), un reconocible Madrid es escenario de intermitentes luchas encarnizadas por la igualdad de derechos entre "replicantes", "humanos" y "aborígenes". Allí tiene lugar la conspiración que envuelve a Bruna Husky, la detective protagonista, activando así la peripecia que ocupa el núcleo argumental y de la que derivan los asuntos que contribuyen a agrandar el atractivo de la novela.
Reside éste, (más allá del monumental argumento de intrigas y conjuras, vehículo para imprevistos y, a su vez, para diseñar una perspectiva desde la que mirar, a gran distancia, nuestras señas sociales y personales), en el soporte emocional sobre el que se construye y crece este personaje. Así, si en algún momento la trama flaquea queda sobradamente compensada por el esmero puesto en el diseño de esa mujer detective a la que en su día, un "constructor de memorias", decidió implantarle identidad, capacidad para sentir dolor y tristeza, para vivir atosigada por el tiempo y para amar y experimentar la soledad exclusivamente humana. El resultado es una personalidad que presta firmeza y solidez al concentrado de amargura y tristeza sobre el que crece el sentido alegórico del conjunto narrativo. Y que finalmente lo trasciende, porque apunta a la fortaleza de la memoria y a la resistencia que resulta del consuelo emocional. "Lágrimas en la lluvia, todo pasaría y todo se olvidaría rápidamente, incluso el sufrimiento", piensa Bruna.