Huesos de Santo
Alfredo Conde
29 octubre, 2010 02:00Alfredo Conde. Foto: Toni Garriga
Pertenece Alfredo Conde (Allaríz, Orense, 1945) a la promoción de los amenes de la dictadura y participó en la renovación del castizo realismo español. Su libro de mayor reconocimiento, El Griffón, junta libérrima fantasía y denso culturalismo. La voluntad de no encasillarse en temas y formas ha llevado a Conde a recorrer muy diversos caminos. Junto al cultivo de la invención, ha hecho relatos bastante testimoniales, indagaciones intimistas en las pasiones , acercamientos antropológicos o recreaciones históricas verídicas o fabulosas. Dada esta versatilidad, nada extraña que Huesos de santo se avecinde en un nuevo género, la novela criminal.Adscribir, sin embargo, Huesos de santo a la novela criminal es decir muy poco dada la variedad de manifestaciones que hoy caracteriza a esta forma. Conde cuenta un crimen aureolado de misterio y una muerte sospechosa, pone a trabajar a varios policías y sumerge la historia entera en un dilatado suspense que no se liquida hasta el final del libro. Con estos mimbres elabora un relato policíaco que se aparta de la línea clásica del género. En realidad, se inscribe en la postmoderna tendencia que aprovecha o parodia modelos establecidos, aunque sin llegar tan lejos como Eduardo Mendoza, por ejemplo.
A poco de empezado el libro, el Delegado del Gobierno en la Junta gallega le pide cuentas al protagonista, Andrés Salorio, jefe superior de policía de Santiago, por los daños que ha causado el hijo menor de la amante del comisario a su hija mayor. El joven pilotaba un helicóptero teledirigido dentro de una biblioteca y le ha producido lesiones craneales. La continuidad guadianesca de esta anécdota chusca da lugar a muy peregrinas disputas entre jefe y subordinado. En paralelo, se desarrolla un asunto serio, el asesinato de una joven y bella médico e investigadora. En el proceso de esclarecimiento del crimen salen a relucir múltiples miserias privadas y del mundillo académico, picardías profesionales, trampantojos de la amistad, engaños de la fe religiosa, prevaricación judicial y corrupción política. Lo grave y lo leve, lo importante y lo pintoresco andan del brazo a lo largo de toda la novela. Una completa coherencia marca el modo de desarrollar esa concepción irónica de una trama criminal.
Los personajes tienen un punto de excentricidad y otro de ternura y desvalimiento. El comisario Salorio está muy bien materializado: un ser complejo, reflexivo, hedonista, lujurioso, sardónico. También está conseguida la pareja -un tanto tributaria de la moda, chica y chico- de policías a sus órdenes. Un puñado de personajes poseen alto grado de individualidad e interés: la amiga de la difunta, varios profesores, el deán de la catedral... Todos ellos protagonizan una serie de situaciones ocurrentes mostradas desde el punto de vista de un narrador zumbón o mediante diálogos vivaces. El conjunto de la materia está filtrado por un humorismo inteligente y fino. El libro se halla escrito en una prosa flexible y cuidadosa, aunque afeada más veces de las disculpables por incorrecciones gramaticales.
La trama argumental se complementa con varios materiales más, en ocasiones algo pegadizos. Un elemento importante es la descripción emotiva de una Compostela oscurecida por la lluvia. Otro, la satírica e iconoclasta, pero comedida, aproximación a la milagrería y el santoral cristianos. Uno más, la mirada crítica sobre la política. También el balance pesimista de la generación del autor. Nunca se hace sangre y domina una perspectiva cálida que busca la proximidad al lector, en virtud de lo cual el autor se mete a sí mismo en el libro con su propio nombre. Tiene Huesos de santo su punto de intención, pero es sustancialmente una novela amable, amena y divertida que asegura el entretenimiento de buena ley.