Clara y la penumbra
JOSÉ CARLOS SOMOZA
24 octubre, 2001 02:00Ya se sabe a qué punto ha llegado el arte moderno: se cuenta que el visitante de una exposición estaba absorto contemplando una novedosa "instalación" consistente en un mocho apoyado en una pared al lado de un cubo de agua sucia cuando llegó la señora de la limpieza y se llevó los útiles de trabajo que había olvidado el día anterior.
Por otro lado, años lleva el postmodernismo predicando que la vanguardia es el mercado. De esta situación parte José Carlos Somoza en Clara y la penumbra y la lleva con tintes futuristas a un cercano 2006, cuando triunfa en todo el planeta un nuevo clasicismo plástico llamado arte hiperdramático. En este arte, también conocido por las siglas HD, la materia prima son los propios seres humanos. El artista difumina los colores y marca las líneas sobre personas convertidas en lienzo, tratadas físicamente con esa finalidad ("imprimadas") y hasta manipuladas psicológicamente con el propósito de extraer de ellas una expresividad inédita. También son personas llevadas al extremo de la cosificación las que adornan las casas elegantes sirviendo de lámpara, mesa o silla.Esta anécdota de fanta-ficción da pie a un amplio catálogo de comentarios relacionados con la problemática del arte contemporáneo. Como no podría ser de otra manera, ocupa un lugar destacadísimo la dimensión comercial del arte y el espíritu monetarista que impregna buena parte de la actividad creativa, pues lo que se dice de la plástica vale también para la literatura. A esta cuestión le siguen en importancia el relativismo de los valores estéticos y la manipulación del canon.
Aparte, pero por encima de todo ello, se aborda el asunto de los límites entre arte y vida planteado como una confrontación que no admite medias tintas: ¿puede el arte, en nombre de la belleza, menoscabar la dignidad humana, anular o destruir la vida? El desenlace de la novela -cuyo detalle no debo desvelar- ha de entenderse como un manifiesto rehumanizador que coloca el valor del individuo por encima no sólo del arte sino del sinsentido de tantos aspectos del mundo actual. Es lo que menos me convence del argumento: comparto el alegato de Somoza, pero no que sea eso, un alegato, que lo presente con notas moralizadoras y que caiga en la trampa de algunas concesiones efectictas o sensibleras.
No hacía falta ese final que estropea un poquito una novela emocionante, amena y bastante amarga, llena de cualidades imaginativas y montada con un perfecto dominio de la construcción. Podría pensarse al ver la importancia que he dado al elemento especulativo -a las discusiones artísticas- que se trata de una obra ensayística, partícipe de ese culturalismo pesado que lastra tantos libros recientes. Nada más lejos ni de los propósitos ni de los logros de Somoza.
Al revés, la historia tiene un vitalismo permanente, en parte porque las reflexiones se encarnan en personajes reales y convincentes, atractivos por las peripecias que sufren, por su humanidad; y en parte porque todo ello está disuelto en una serie de conflictos que atraen por sí mismos y por su desarrollo. Además, es justo subrayar la maestría de Somoza (que implica un trabajo serio, esa elaboración pausada cada día más infrecuente) al acompañar la historia de innumerables y pertinentes detalles psicológicos, anecdóticos y ambientales.
Con esto ya he dicho mi impresión global muy favorable acerca de Clara y la penumbra. Muestra una prosa cuidada y eficaz. Revela las dotes de Somoza como narrador bien facultado. La historia no desfallece en ningún momento a pesar de alternar varias tramas distintas y de su considerable extensión. Tampoco deja de interesar nunca ni lo que hacen ni lo que dicen los personajes. Y, en fin, como toda la historia responde a un bien trabado relato de suspense, con sus crímenes y correspondiente investigación, estamos en ese respetable ámbito de una literatura de calidad para un público muy amplio.