He aquí el punto de fuga de la apacible escena doméstica, que la valiente niña cruzará con decisión para rescatar a su hermana, y nos permitirá saltar a otra dimensión donde rigen las reglas de la fantasía. Un paisaje nocturno que la protagonista sobrevuela con su capa amarilla sin darse cuenta, una vez más, de que va en la dirección equivocada. Gracias a la advertencia de los ecos paternos, Aida se da la vuelta para "aprender a mirar" y descubre que puede encandilar a todos con la música de su cuerno como hizo Orfeo con su lira. Entonces los duendes -ese conjunto de bebés rollizos y algo perversos- quedan hechizados por la alegre melodía y se embarcan en un baile infernal que los convertirá en arroyo. Ya solo queda regresar al apacible prado donde se encuentra su madre, permitiéndonos así cerrar el círculo narrativo con la carta en la que su padre le encomienda el cuidado de la familia.
Tanto la estética clasicista de Philipp Otto Runge como las fuerzas misteriosas de la naturaleza romántica dejaron huella en la obra de Sendak tras su viaje a Alemania, y así se aprecia en los símbolos que pueblan sus ilustraciones -de los girasoles inflamados que alertan sobre la aparición de los duendes, al cascarón roto que ha protegido a su hermana-. Escenarios inquietantes que confluyen con este texto, sencillo en apariencia, pero de un acentuado carácter hipnótico, y logran transmitir al lector la ambivalencia de sentimientos tan naturales como el fastidio de cuidar a los pequeños o la valentía de Aida cuando, luchando contra sus propios defectos, se lanza a un territorio incierto con tal de salvar a su hermana.