En lo más profundo de la monumental obra de Max Hastings La guerra de Vietnam hay una historia minúscula que condensa la esencia del libro. El autor cuenta que cuando en 1964 los combates aumentaron de intensidad, los comunistas obligaron a un número cada vez mayor de campesinos survietnamitas a unirse a las fuerzas guerrilleras que luchaban para derrocar al Gobierno de Saigón, respaldado por Estados Unidos. Para muchos jóvenes reclutas, la experiencia fue devastadora. “Siempre criticáis a los imperialistas”, arremete el padre de un joven recluta contra los comunistas, “pero vosotros sois peores. Quiero que me devolváis a mi hijo”.
Hastings (Londres, 1945) tiene una visión de la guerra de Vietnam muy similar a la del angustiado aldeano. Según su relato, fue un conflicto en el que no hubo buenos; una contienda atroz en la que la brutalidad, el cinismo y la incompetencia de Estados Unidos y su aliado Vietnam del Sur solo tuvieron parangón en la perversidad de sus enemigos, y cuyas consecuencias recayeron sobre la gran masa de la población vietnamita. “Es verdad que el alto mando estadounidense solía hacer alarde de barbarie, pero el de Vietnam del Norte lo igualaba en toda su crueldad”, sostiene Hastings.
La del autor de este libro es una manera deprimente, pero también extrañamente estimulante y convincente, de concebir aquella guerra. Como él señala, los historiadores la han tratado con demasiada frecuencia como una alegoría moral en la que las fuerzas de la justicia se enfrentaron a las de la represión, pero Hastings apunta en una dirección más oscura y encuentra una cruda equivalencia no en la validez de los objetivos por los cuales combatían los adversarios, sino en la insensibilidad de ambos ante la abrumadora destrucción que estaban ocasionando.
Prolífico historiador militar y periodista, Hastings afirma que, aunque a menudo las fuerzas estadounidenses lucharon con eficacia en el campo de batalla, al final sus éxitos no tuvieron relevancia porque Estados Unidos fracasó en la tarea más importante y mucho más delicada de impulsar un gobierno survietnamita capaz de inspirar lealtad a su propio pueblo. Era como si Estados Unidos utilizase “un lanzallamas para desbrozar un seto de flores”. La destrucción por la destrucción fue en detrimento del esfuerzo bélico a los ojos de una opinión pública estadounidense y mundial que, en opinión de Hastings, estaba prepararada para apoyar la guerra “solo si había proporcionalidad entre las fuerzas empleadas, las víctimas civiles y el objetivo buscado”.
Hastings identifica a varios líderes civiles y militares estadounidenses como responsables de los errores y las fechorías, pero se reserva unas palabras especialmente envenenadas para el presidente Nixon y su máximo asesor en política exterior, Henry Kissinger. Según el autor, aunque ambos eran conscientes de que, después de 1968, Estados Unidos ya no podía alcanzar sus metas en Vietnam, siguieron luchando otros cuatro años por intereses políticos, con un coste de 21.000 vidas estadounidenses, para acabar firmando en 1973 un tratado de paz que sabían que no tenía posibilidades de durar.
El libro también descalifica a los survietnamitas. En contra de algunas tesis recientes que apuntan a que los líderes de Saigón tal vez contaron con una legitimidad mayor de la que se les suele atribuir, Hastings les reprocha haber sido unos déspotas corruptos dependientes de Estados Unidos y sin ningún interés por el bienestar de su pueblo. Con todo, el veredicto más severo recae sobre los comunistas. Basándose en fuentes vietnamitas inéditas, el autor condena a los enemigos de Estados Unidos como ideólogos despiadados dispuestos a verter hasta la última gota de sangre para conquistar el sur. Ho Chi Minh, a menudo presentado bajo la imagen romántica de un amable nacionalista, fue en realidad un tirano implacable que cometió “crueldades sistemáticas” contra su pueblo. Peor aún fue Le Duan, el fanático que desplazó a Ho Chi Minh a principios de la década de 1960 como comandante máximo de Vietnam del Norte y escaló “una montaña de cadáveres de compatriotas” para alcanzar la victoria sobre el sur en 1975.
Medio siglo después de la guerra, Hastings nos ayuda a ver más allá de los viejos debates sobre qué bando tenía la razón
Esa victoria puso fin a tres décadas de guerra, pero también trajo consigo nuevas oleadas de represión y privaciones para los vietnamitas. Hastings cuenta cómo cientos de miles de ellos emitieron su veredicto sobre el nuevo orden arriesgando sus vidas para escapar, a menudo en precarias barcas. Los que se quedaron, añade el autor, dejaron claras sus preferencias cuando se apresuraron a abrir los brazos a Occidente después de que el régimen acabase por aflojar la mano a finales de los 80.
El principal problema de que Hastings centre su atención en el precio humano de la guerra es su tendencia a restar importancia a los motivos que llevaron a las partes implicadas a considerar que valía la pena pagarlo. A veces el resultado es reducir a los responsables políticos a la condición de villanos desalmados, y a todos los demás, tanto soldados como civiles, a la de víctimas. En el bando estadounidense, por ejemplo, poco se explica de los cálculos geopolíticos que llevaron a los presidentes, desde Truman hasta Nixon, a obsesionarse con la necesidad de detener la expansión comunista en el sudeste de Asia. Hastings tampoco tiene mucho que decir sobre el anticomunismo generalizado por el que tantos estadounidenses apoyaron la intervención.
Por otra parte, el autor solo roza la superficie de las injusticias sociales y económicas que atizaron la rebelión contra el Gobierno de Vietnam del Sur y convirtieron el comunismo en una vía verosímil para el desarrollo del país. En concreto, reconoce que los comunistas “sintonizaron con la sociedad rural”, dando una respuesta más eficaz a los agravios que alimentaban el malestar. Sin embargo, en ningún momento precisa cuánta importancia se debe conceder a esta observación, y en vez de ello insiste en el recurso de Hanoi a la violencia para alcanzar la victoria.
Si el autor hubiese tratado estos temas con más detalle, podría haber escrito una historia más completa. De hecho, una mayor atención a las grandes ideas que movían a cada bando tal vez habría reforzado su tesis central al poner de relieve el daño infringido en nombre de unas ideologías rivales que poco se correspondían con las necesidades de la sociedad vietnamita. No obstante, no se puede decir que Hastings se equivoque al poner el acento en las consecuencias más que en los motivos. De hecho, se merece todo el reconocimiento por ayudarnos, medio siglo después de que la guerra llegase a su punto álgido, a ver más allá de los viejos debates sobre qué bando tenía la razón. Ciertamente, lo que se ve cuando se retiran las anteojeras no es en absoluto agradable.
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