A. C. Grayling

Traducción de Joan Andreano. Ariel. Barcelona, 2017. 425 páginas. 22'90 €, Ebook: 14'24 €

El ensayo divulgativo es un género de larga tradición en Gran Bretaña, consecuencia de la curiosidad intelectual propia de su cultura y eso que ellos mismos llaman sentido común. Por eso siempre hay un público fiel a este género y por eso cultivarlo tiene prestigio. No es menos cierto que es un modo de escribir difícil, que exige enormes conocimientos y capacidad para compaginar rigor expositivo con forma atractiva. A. C. Grayling (Zambia, 1949), de formación filosófica, con una acreditada carrera académica y en los medios, lleva tiempo en este delicado y competitivo territorio.



En esta ocasión, su propuesta es muy sugerente: el siglo XVII, tiempo de guerras, crisis económicas, disturbios civiles y calamidades naturales, fue también época de profundos cambios en el pensamiento y en el conocimiento, básicos para entender la modernidad. Es meritorio que se sitúe a contrapelo del tópico que ancla las grandes transformaciones en la Ilustración, y que reivindique el siglo XVII como la etapa que condesa una experiencia humana atrevida, compleja y fructífera. En este sentido, la traducción del título es brillante, porque denominar el periodo como la "era del ingenio" es una buena manera de resumir la actitud y los logros con los que la mente europea asumió los desafíos gravísimos que se le presentaron entonces.



Ahora bien, el resultado no está a la altura de las expectativas. Grayling se muestra hábil en la exposición de esos cambios generados por personalidades arriesgadas que retaron lo controles políticos, religiosos y psicológicos. Ese ir más allá cuestionando lo establecido, que hermana a un puñado de individuos más amplio de lo que pudiera suponerse en un principio, arrostrar el peligro real de atreverse a pensar distinto, y hacerlo público, es descrito con pasión por el autor y uno no puede dejar de admirar las accidentadas vidas y los logros de los pioneros contra el orden vigente. Sin embargo, el texto resulta algo decepcionante porque Grayling ha caído en dos pecados intelectuales. El primero es el anglocentrismo académico, que le lleva a dar una perspectiva de la cultura europea basándose solo en la bibliografía en inglés. Se me dirá que es algo habitual, pero no por ello podemos dejar de denunciarlo: hay libros valiosos que no han sido escritos en inglés. El otro defecto es consecuencia del primero, y reside en sesgar el protagonismo de las grandes transformaciones, ubicándolas en Inglaterra sobre todo, algo en Holanda y muy poco en Francia o Alemania. El silencio sobre Italia y España es clamoroso, porque supone hurtar dos de los más dinámicos espacios culturales de la época. La razón de ello es un viejo prejuicio anglosajón.



Me refiero a la equivocada idea de que el mundo católico era fanático, ignorante y supersticioso. Por el contrario, el espacio protestante era potencialmente propicio a la ampliación de la mente, a la libertad y, en definitiva, a la modernidad. Lo peor es que esta tesis, que podría admitirse a debate, es dada por verdad indiscutida, con lo cual se obvian nombres destacados y se desprecian ambientes culturales que tanta brillantez alcanzaron en ese siglo. Además, es muy cuestionable la idea tradicional de que el siglo XVII albergó una revolución científica que rompió de plano con la falsa autoridad aristotélica y tomista, sentando las bases del conocimiento científico verdadero tal y como hoy lo entendemos.



Hace ya más de treinta años algunos historiadores de la ciencia, precisamente anglosajones, como S. Schaffer y S. Shapin, a quienes no cita, impugnaron ese axioma y señalaron hasta qué punto mentes modernas tan señeras como las de Boyle, Gassendi o Newton estaban impregnadas de lo que hoy denominamos superstición y hasta ocultismo.



Las cosas fueron más complicadas y por eso mismo más sorprendentes, porque el método científico, los inventos y la producción de conocimiento siempre sostienen una inextricable conexión con la mentalidad social, política y espiritual en la que se generan. Imaginar la bomba de vacío como una atracción de feria, a Gassendi fascinado con Hobbes y a Descartes radicando las pasiones en los humores del cuerpo significa reevaluar apriorismos sobre el progreso humano, pero es el verdadero desafío para entender las complejidades de la era del ingenio.