Velázquez desaparecido
Laura Cumming
6 enero, 2017 01:00Velázquez casi nunca firmaba sus obras, hasta su nombre ha sido fuente de confusión
En 1845, un librero inglés llamado John Snare compró en una subasta un retrato de Carlos I por ocho libras, aproximadamente lo mismo que valía un caballo. El pintor fue identificado como Van Dyck, pero Snare, con el instinto de un amante autodidacta del arte y la cultura, estaba seguro de que lo había pintado Velázquez. El librero se prendó de él como un rey de su amante. La diferencia es que esta historia de amor duró décadas. Y también destruyó su vida. Nunca hubo ninguna prueba de que la pintura fuese, en efecto, un velázquez.Velázquez desaparecido es un esfuerzo espléndido y admirablemente erudito de Laura Cumming (1961), crítica de arte del periódico londinense The Observer, por seguir los intentos de Snare de determinar el esquivo linaje del cuadro. Pero es mucho más. El libro es un par de biografías (la de Snare y la de Velázquez), una serie de ensayos críticos, una historia de la corte de Felipe IV, una novela de misterio sobre un caso archivado, una obra de suspense legal, un relato de aventuras, un documental de viajes, una cera para el suelo y la guinda de un pastel. Todo lo que es, está logrado hasta el extremo. Es la obra de alguien que está en la cumbre de su oficio.
Tal vez uno de los interrogantes más profundos que plantea el libro sea qué diantres puede tener un cuadro que haga que un hombre pierda la cabeza por completo, tanto como para abandonar su medio de vida, a su familia, y sus más preciadas posesiones en este mundo.
"He mirado el retrato hasta que mi vista ha quedado cegada", escribió Snare en 1847. "He pensado en él hasta que mi mente ha quedado confundida. He pasado mi vida intentado descubrir las pruebas de su originalidad hasta el punto de dejar de lado cualquier otra ocupación".
La fe de Snare en su cuadro es asombrosa. Lo adquirió en un momento en el que existían pocos recursos para probar la autenticidad de las obras de arte. La época de los museos no había hecho más que empezar, lo que quiere decir que el librero no podía presentarse en uno de ellos para comparar su pintura con otra. Tampoco había fotografías de los retratos y las reproducciones eran raras y, a menudo, espantosas. Velázquez, además, casi nunca firmaba sus obras. A lo largo de la historia, hasta su nombre ha sido una fuente de intensa confusión grafológica. "Ha sido Velasco, Valasky, Valasca, Valesques", dice Cumming, "como las conjugaciones de un verbo irregular".
Sin embargo, casi desde que vio la pintura por primera vez, Snare supo que era algo inusual, así que se sumergió en los libros. Descubrió una referencia de pasada a un retrato de Carlos pintado por Velázquez en 1623. Expuso su apreciado retrato en Londres, y acto seguido se convirtió en favorito de la sociedad y la prensa. Un eminente español, el conde de Montemolín, pasó por allí y dio su veredicto: era un velázquez. El librero estaba exultante.
Pero no todo el mundo estuvo de acuerdo con el fallo. Los críticos acabaron peleándose, y el cuadro fue embargado sin que Snare tuviese ni arte ni parte (y pagó un rescate al rey para recuperarlo). El librero se lo llevó a Edimburgo con la esperanza de recorrer con él Gran Bretaña, y lo único que consiguió fue que los administradores del segundo duque de Fife diesen al traste con sus planes al afirmar que el cuadro había sido robado de las propiedades del aristócrata. Este es una de las pocas ocasiones en las que el libro también zozobra. Las escenas en los tribunales se convierten en un exceso de residencias y nombres a los que hay que seguir la pista.
En determinado momento, Cumming señala que no había que tomar en consideración a un duque de Fife, sino a tres ("No, por favor", pensé yo), y uno no puede evitar preguntarse, aunque sea fugazmente, si la obsesión de la autora será un reflejo de la de Snare. Cuando una persona obsesionada escribe sobre otra que también lo está, a veces resulta que la obsesión se eleva al cuadrado.
Pero el libro se libera pronto de la monserga, y nos enteramos de que el juicio llevó a Snare a la ruina (las autoridades vendieron todas sus propiedades en doce días). Solo le quedó su amada pintura. Entre el verano de 1849 y el otoño de 1850, el librero abandonó a su esposa y a sus cuatro hijos y se marchó a Nueva York, donde expuso el cuadro en varios locales de Broadway hasta que dejó de ser una novedad. Snare murió en su solitario exilio. Se dice que el cuadro fue visto por última vez en 1898.
Los descubrimientos de la autora sobre la pintura que Snare no pudo hacer -ahora tenemos Google, los archivos de las bibliotecas, y coches- es uno de los grandes placeres del libro. Otro es su manera de escribir sobre arte, extática, hermosa, anticuadamente sincera y emotiva en su adoración. Cumming admira la dignidad y la "profunda individualidad"que Velázquez confiere a sus personajes: el aguador de Sevilla, el bufón de palacio, los enanos de la corte.
"Sus retratos hacían grandes a los pequeños, y diminutos a los grandes", afirma, y remacha: "No fue servil con ninguno de los dos". Le maravilla la espontaneidad de sus cuadros, que el artista ejecutaba sin bocetos previos. Cuenta historias fabulosas de su realismo, probablemente de sobra conocidas por los estudiantes de Historia del Arte, pero nuevas para mí. (Se dice que el rey Felipe IV le rugió: "Pero, ¿cómo? ¿Aún estáis aquí?" a uno de los retratos de su palacio, confundiéndolo con la persona real). Se asegura de que los lectores conozcan una de las dotes más extraordinarias del pintor sevillano: "Crear la ilusión de que la persona que te mira también es consciente de tu presencia".
En manos de Velázquez, la pintura se convierte en una especie de teatro en el que nosotros, los hechizados espectadores, representamos un papel vital, casi sobrenatural. Y la autora se deleita en el milagro de la técnica del pintor, y señala cómo para transmitir la astucia del sujeto de uno de sus retratos -que tal vez fuese su barbero, o tal vez no- le basta con "una marca aproximadamente del tamaño de una pequeña i" en el párpado izquierdo. "Algo en esa marca insinúa repulsión", asegura. "Velázquez no se fiaba de su modelo". Pero eso es lo máximo que este modesto pintor haría nunca para mostrar su desconfianza. El artista es humilde hasta la anulación de sí mismo. Al final nos damos cuenta de que el "desaparecido" del título de Cumming se podría referir tanto al pintor como a la obra de arte perdida de Snare.
Snare también es esquivo. Después de años de investigación, la autora no se ha tropezado ni una sola vez con una imagen suya. Este hombre que se enamoró perdidamente de un retrato, sacrificando todo lo que tenía por conservarlo a su lado, es un hombre sin rostro.