Sartre y Simone de Beauvoir pasean por París en los años sesenta
Tiene Sarah Bakewell el raro don de la oportunidad filosófica. Si su laureado Cómo vivir. Una vida con Montaigne respondía a una intuida nostalgia del yo íntimo en tiempos de ruido identitario, esta cálida reivindicación del existencialismo repone el anhelo de libertad radical en los asfixiantes escaparates del pensamiento único. Porque eso fue el existencialismo, un hondo grito libertario, si aceptamos el axioma de Sartre según el cual la existencia precede a la esencia. Nada nos determina. El hombre es arrojado al mundo y debe construirse decisión a decisión, lidiando con la ansiedad que provoca la conciencia implacable de la responsabilidad personal. Fue esa ansiedad, preconizada por Kierkegaard, la que propaló un aura fúnebre de jersey de cuello alto lucido por extranjeros espirituales. Nada más lejos, al menos en la escena francesa. Los existencialistas fueron trasnochadores libertinos y carismáticos que exprimían la vida de café y boîte sin entrar en contradicción con sus tesis sino por coherencia con ellas, y así los retrató el espumoso Boris Vian.Demuestra Bakewell que el rigor no excluye la amenidad. Un grato instinto anglosajón para lo comercial -aunque la cubierta promete más sexo del que el libro da- sostiene el pulso ensayístico de la autora, alentado por un tono confesional en primera persona mediante el que la Bakewell madura se enfrenta a los ídolos intelectuales de su juventud inquieta. Se trata de hacer una relectura personal, alejada del academicismo de una monografía o una biografía, aunque cada afirmación está documentada en los apéndices. El jugoso anecdotario -del puñetazo de Koestler a Camus a la adicción al Corydrane de Sartre- contribuye a avivar el fresco.
Todo empezó con el mandato de Husserl: volvamos a las cosas mismas. La fenomenología brindó el método, que arraigaría de múltiples formas en sus seguidores. A Heidegger, coprotagonista del libro junto con Sartre, la fenomenología lo arrastró hasta las profundidades del Ser para levantar una ontología nueva (y bastante críptica) que le coloca a la cabeza filosófica del siglo XX, pese a su acreditado filozanismo. Bakewell no cae en la condescendencia, pero tampoco en el simplismo. Heidegger es aborrecible y admirable a partes iguales, y así lo vieron Arendt, Marcuse o Jaspers, que le pidieron una retractación que nunca llegó (porque no quería entonar otra palinodia retórica como tantos de sus paisanos, adujo). Terminó su vida fomentando un misticismo telúrico y advirtiendo contra la deshumanización tecnológica, cuya influencia llega hasta el ecologismo contemporáneo. Su mente titánica nunca fue del todo humana.
Tampoco Sartre está libre de culpa, en su caso pecando por la extrema izquierda. El existencialismo en él se fue haciendo cada vez más político, exacerbando la noción de compromiso: el esteticismo es un crimen contra los débiles de este mundo. Allí donde haya un ser sufriente -una argelino colonizado, un gay perseguido, un proletario explotado-, a su lado luchará la pródiga pluma de Sartre. El existencialismo sartreano está en la base de toda la contracultura: feminismo, neomarxismo, experimentación con drogas, movimiento gay, revolución sexual, anticolonialismo, antiautoritarismo. Podría decirse que la revolución sexual de los 60 se mira en el modelo abierto de la pareja Sartre-Beauvoir, que dominó el discurso cultural durante décadas desde su púlpito de Les Temps Moderns. La penitencia por tanta emancipación está a la vista: esas identidades se han vuelto hoy tan normativas que acaban negando la libertad existencialista que las impulsó. No le perdona Bakewell a Sartre la ciega deriva prosoviética -que causó su ruptura con Camus, Merleau-Ponty y Aron- y reivindica al autor de El ser y la nada, el que pone la libertad en el centro, de donde debería haber brotado un anarquismo que el segundo Sartre traicionó sometiendo su incuestionable inteligencia al diktat del Partido.
Los mejor parados son Camus, cuyo sentido moral nunca cede a la razón ideológica; Merleau-Ponty, el fenomenólogo que sabía bailar, y que a fuerza de ser fiel al estudio de las cosas mismas acabó abandonando el comunismo; y la fundadora del feminismo moderno -el del patriarcado alienador-, una Simone de Beauvoir a la que nuestra ensayista parangona con Darwin, Freud o Marx en trascendencia social y que fue, además, una escritora sensible y menos dogmática que algunos de sus colegas. A las normas -o a la reglamentada falta de ellas- de su peculiar relación con Sartre van dedicadas páginas admirativas, y no es para menos si pensamos en el París aún demasiado burgués de los 40 y los 50. El existencialismo puede ser un vitalismo, nos redescubre Bakewell. Tomémoslo así.