Svetlana Aleksiévich. Foto: Archivo
"Según la teoría de la evolución de Darwin, no son los más fuertes los que sobreviven, sino los que mejor se adaptan al medio en el que viven. Son los mediocres los que sobreviven y perpetúan la especie". La primera parte de esta cínica observación, que forma parte del amplio coro de testimonios recogidos por Svetlana Aleksiévich (Stanislav, Ucrania, 1948), recientemente galardonada con el Premio Nobel de Literatura, es rigurosamente cierta, la segunda depende del contexto: no todos los entornos sociales premian la mediocridad.En El fin del "Homo sovieticus" la periodista bielorrusa, aunque quizá será mejor definirla como exsoviética (padre bielorruso, madre ucraniana, formada en la gran cultura rusa, ciudadana soviética durante sus primeros cuarenta años), se enfrenta a uno de los cambios de entorno social más rápidos e intensos de los últimos tiempos: la desaparición de las instituciones y los modos de vida propios de la Unión Soviética, que dejados atrás los horrores del estalinismo ofrecía a sus ciudadanos una vida gris, pero segura, tanto en el terreno económico (empleos estables, vivienda, seguridad social) como en el emocional (adhesión unánime a la gran patria socialista, con la válvula de escape de las críticas al gobierno en el reducido marco de la cocina familiar).
El "Homo sovieticus", un término sarcástico difundido a partir de los años 70 para aludir al peculiar tipo humano generado por la implacable y prolongada tiranía soviética, se vio enfrentado, a partir de las reformas de Gorbachov y sobre todo de la disolución de la Unión Soviética, a un entorno drásticamente nuevo, el de la libertad, al que no parece que le haya resultado fácil adaptarse. No faltan entre los testimonios recogidos por Svetlana Aleksiévich los de quienes en un determinado momento de su vida creyeron en la libertad y estuvieron dispuestos a arriesgarse por ella.
Anna Lichina confió en Gorbachov desde el primer momento y cuando se produjo el intento del golpe de Estado comunista del verano de 1991 fue una de las miles de personas que en Moscú se enfrentaron desarmadas a los tanques y contribuyeron al fracaso del golpe. Las decepciones le arrebataron luego la ingenuidad y el romanticismo de aquellos días, pero aun así sigue pensando que valió la pena. Su amiga Yelena Yurevan, en cambio, era por entonces funcionaria del partido comunista y su testimonio ayuda a entender la implosión del sistema. Ella y sus compañeros de un comité regional del partido permanecieron inactivos mientras en Moscú se decidía el futuro del país en los días del golpe: "Todos estábamos a la espera. Se lo digo honestamente: esperábamos y punto". Así hasta que los echaron de sus oficinas.
Años después, cuando Svetlana Aleksiévich la entrevistó, Yelena conservaba su nostalgia por el comunismo, a pesar de ser muy consciente de los crímenes de Stalin, de los que fue víctima su propio padre, condenado a seis años de trabajos forzados en Siberia por haberse dejado hacer prisionero en la guerra con Finlandia. Él mismo no culpaba a Stalin: "Consideraba que lo que le sucedió era algo propio de la época que le tocó vivir. Una época cruel en la que se estaba construyendo un país nuevo y pujante".
También aparecen los testimonios de las víctimas del cambio, del capitalismo salvaje y del auge del crimen organizado en los 90. Como el de Ludmila Malikova, ingeniera técnica, que perdió su empleo y su piso (que le arrebataron unos mafiosos) y se vio en la calle con su hija (su marido las había dejado debido al alcoholismo, otra plaga social que hace estragos en Rusia). La abuela era también una comunista convencida, aunque en sus últimos años comenzó también a ir a la iglesia, como tantos otros rusos. Cuando murió, una doctora pidió un soborno para firmar el certificado de defunción y disponer el traslado a la morgue, una escena que lo dice todo acerca del marasmo moral en que cayó Rusia en los 90.
La voz que menos se oye en el libro es la de la propia Svetlana Aleksiévich, que se limita a trascribir los dramáticos testimonios de sus entrevistados, sin apenas plantearles preguntas. No trata de elaborar una interpretación histórica, sino de dar la palabra a unos seres humanos. "A la historia sólo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas [...] Pero yo observo el mundo con ojos de escritora". Ahora bien ¿se puede entender la historia si se prescinde de las emociones de quienes la vivieron?