Svante Pääbo. Foto Frank Vinken
En septiembre de 2010, el biólogo sueco Svante Pääbo (Estocolmo, 1955) recibió 46 correos electrónicos de individuos que afirmaban ser hombres de Neandertal y 12 de mujeres convencidas de que sus maridos lo eran. La estrambótica correspondencia da una medida del impacto causado por su artículo publicado poco antes en "Science", con el genoma completo de este primo nuestro extinto hace 30.000 años.Gracias al logro del equipo internacional liderado por Pääbo se dilucidaron incógnitas cruciales acerca del misterioso neandertal. Se descubrió que compartimos antepasados hasta una bifurcación ocurrida hace 600.000 años; y se supo que más tarde aquél se cruzó con nuestro linaje homo sapiens sapiens, con el resultado de que entre el uno y el dos por ciento de nuestros genes proceden de ese pariente que se creía desaparecido sin dejar legado. De la misma tacada quedó probada la idoneidad de la biología molecular para colaborar en la reconstrucción del árbol genealógico de la humanidad. Bastan unos gramos de hueso molido para obtener información que aclare el parentesco entre los diversos homínidos, algo que antes se tenía que intuir de la morfología de unos pocos fósiles.
El laborioso camino que condujo a la meta ocupa la totalidad del libro de Pääbo, adscrito al Instituto Max Plank de Leipzig. Las piezas de divulgación suelen concentrarse en el antes y el después de un hallazgo; los intrincados procesos que median se obvian por considerarse menos atractivos para el lector. Pääbo ha hecho lo contrario: rehacer meticulosamente el recorrido iniciado en 1983, cuando analizó el ADN de una momia de 2.400 años, hasta la obtención del código genético de una mujer que vivió hace 50 milenios, sin omitir fallos ni callejones sin salida. En el detalle exhaustivo del método -la gran caja negra de la ciencia- reside el valor didáctico de la obra, aparte de su repaso del debate sobre la dispersión de los homínidos desde su cuna africana.
El itinerario chocó con un primer escollo: la contaminación genética de los restos de neandertal. Vivimos inmersos en ADN de origen humano -presente en nuestras huellas digitales, en el pelo y la piel muerta que forman el polvo hogareño- y bacteriano. Limpiar los huesos de impurezas requirió muchísimas horas de trabajo en laboratorios sujetos a obsesivos protocolos de higiene.
En el camino al éxito se intercalaron episodios de lo más variados: la competencia implacable con un excolaborador, los tejemanejes con las revistas para conseguir un trato prioritario a los papers del equipo, el casting de los mejores doctorandos y doctores, la búsqueda de financiación, las amistades influyentes que facilitaron la recogida de muestras, la alternancia de soluciones artesanales y punteras tecnologías de secuenciación, las crisis de dudas... en fin: un relato completo de lo que es la ciencia en acción. Y todo sazonado con intimidades del autor, como su condición de hijo extramarital del Nobel de Medicina Sune Bergström, su bisexualidad y el triángulo amoroso con dos colegas que acabó cuando el vértice femenino se convirtió en su esposa y madre de sus hijos. Menos entrañable resultan su plan de patentar el genoma neandertal como fuente de ingresos, su desdén por la paleoantropología, a la que quiere subordinar a la genética evolutiva, o el determinismo que le lleva a pensar que lo que nos hace humanos -cultura incluida- se halla escrito en los genes.
Quien haya gustado de la descripción hecha por Bruno Latour y Steve Woolgar de la carrera entre Roger Guillemin y Andrew Schally por sintetizar las moléculas que regulan la secreción hormonal del cerebro, disfrutará con estas páginas. Ambas lecturas ofrecen una visión cabal de los entresijos de la Big Science ultracompetitiva; por añadidura, las dos se complementan: en la de Latour y Woolgar los afanes de los científicos eran observados con una mirada antropológica; aquí los refiere el protagonista de un hito del estudio de la evolución humana; uno que encima lo cuenta muy bien.