Fernando Aramburu. Foto: Araba Press
En distintas novelas, desde Fuegos con limón hasta Viaje con Clara por Alemania o Años lentos, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha introducido, abiertamente o de refilón, recuerdos y experiencias personales -pese a que declara haber sido "pudoroso al limitar el espesor confesional en mi literatura" (p. 106)-, a veces mezclados con opiniones y juicios de naturaleza estética, muchos de los cuales se han integrado también en la obra El artista y su cadáver.La especial dedicación del autor a la literatura narrativa se refleja igualmente en Las letras entornadas, que no es, sin embargo, una novela, sino, sobre todo, un conjunto de reflexiones acerca de la literatura, que incluye consideraciones generales junto a comentarios y análisis de autores u obras concretas. Pero todos estos pasajes -que se presentan como textos escritos o publicados antes- se encuentran en el marco general de una conversación que, regada con abundante vino, celebra Aramburu cada semana con un curioso personaje nombrado como el Viejo, que en la última línea de la obra descubre la función del texto y lo aproxima a la noción unamuniana del monodiálogo.
Naturalmente, las reflexiones ayudan a entender sobre todo la literatura de Aramburu y sus modelos esenciales -porque todo escritor parte del estímulo de unas determinadas lecturas-, incluso los datos referidos a la infancia en un barrio donostiarra y a los primeros estudios. No sorprende que los primeros deslumbramientos literarios que el autor confiesa, tras haber pasado por los tebeos, sean obras como el Lazarillo -donde halló "la infancia en condiciones adversas, la lucha por la vida, la naturaleza del mal" (p. 32)- y el Quijote, unidas a páginas de otros clásicos, como Quevedo.
De todos ellos hay muestras, reminiscencias o intertextos deliberados en las obras de Aramburu, que no se olvida de consignar la influencia de algunos profesores de literatura que procuraron no obligarlo a leer, sino hacer de ello "una experiencia compartida" (p. 27). El afán de leer y aprender, al margen de la escasa tradición lectora de la familia, nace muy pronto, en cuanto el autor, todavía un niño, se percata de que "en cualquier modelo de sociedad, el hombre sin cultura se lleva siempre la peor parte, si es que se lleva algo" (p. 17). Más adelante se acostumbrará el escritor a leer "a solas y en voz alta teatro del Siglo de Oro y poesía adiestrándome sin darme cuenta en las sutilezas artísticas de la lengua española" (p. 134).
Poco a poco, entre recuerdos de infancia y juventud, que mezclan la participación del autor en la creación y las actividades de CLOC, Grupo de Arte y Desarte -bien estudiado monográficamente por J. M. Díaz de Guereñu (1999)- y la evocación del funeral por el senador Enrique Casas, víctima de ETA, asistimos a la forja de un escritor en una sociedad turbia y violenta de la que reconoce haberse salvado por "haber sido educado en la compasión por el dolor ajeno y en el hábito de la lectura" (p. 52).
Lo que podría llamarse consolidación ideológica se producirá con otras lecturas, como la de El hombre rebelde, de Camus, y con el traslado a Alemania, las críticas de Marcel Reich-Reinicki o las obras de Thomas Mann y de Borchert. No faltan páginas para comentar y valorar -no como crítico "profesional", sino como creador del oficio- a ciertos autores españoles: Giralt Torrente, Mercè Rodoreda, Juan Gracia Armendáriz, Ramiro Pinilla, Aleixandre, etc. De particular agudeza son las ideas acerca del cuento como embrión y origen de la narrativa de ficción. Cualquier aficionado a la literatura hallará en estas páginas motivos de reflexión y no pocos asentimientos.