Miguel Albero. Foto: Carlos Díez
Pese a que las ideologías del emprendimiento y la autorrealización personal no han dejado de vender su mercancía en las sociedades de masas del siglo XX, la insistente presencia del fracaso en todos los órdenes de la vida ha acabado calando en la conciencia del hombre contemporáneo. La grave crisis económica que afecta al mundo desde hace años compromete seriamente los manidos slogans de la cultura del éxito y los obliga a convivir en una atmósfera intelectual trufada de nihilismo posmoderno. Se hacía preciso, pues, realizar una aproximación a esta extendida idea de fracaso, analizar su papel en los más variados ámbitos y esbozar una posible tipología.Para ello, nada mejor que un autor polifacético como Miguel Albero (Madrid, 1962), diplomático de profesión y escritor de vocación, Premio de Poesía Gil de Biedma 2011; puesto que, como él mismo afirma, es en la literatura y, en particular, en la novela donde el fracaso encuentra su hábitat natural. En efecto: antes de convertirse en constatación generalizada, el fracaso lidia en los textos modernos con la soberbia prometeica de un humanismo empeñado en cambiar a Dios por el Hombre sin que nada sustancial quede alterado. De forma muy perspicaz, Albero acude a la etimología de la palabra "fracaso", vinculada a la idea de "naufragio", para deslindar su sentido del de un mero fallo e identificarlo más bien con el de un proyecto que se frustra. Esto explica su creciente presencia en nuestro horizonte de mundo, donde la posibilidad de una vida carente de sentido se ha ido agudizando. Por eso, en el ámbito de la filosofía, al que el autor se refiere en el tercer capítulo de su obra, son los existencialistas quienes más han abundado en la tesis de que la condición humana, en su carácter de proyecto, comporta inexorablemente el fracaso: Jaspers habla de naufragio; Unamuno, de abismo; Heidegger, de caída; Sartre, de la nada; Camus, del absurdo. Albero se fija especialmente en Jean Lacroix, aunque Heidegger dijera al respecto cosas de mayor calado. No es sin embargo en este apartado dedicado a la filosofía, demasiado liviano, donde mejor brilla su ensayo.
Su parte más sustanciosa es el capítulo cuarto, dedicado al fracaso como tema literario. Y es que el concepto se toma esta cuestión con demasiada solemnidad, sin la necesaria dosis de humor e ironía que la novela moderna por excelencia, Don Quijote, derrocha en este asunto y que Albero tampoco escatima en un texto que, amén de bien escrito, lo está con mucha gracia e ingenio, bajo el formato de unas curiosas instrucciones para mejor fracaso del lector. Este es uno de los grandes logros del ensayo, que no sólo ameniza la lectura con divertidos comentarios, sino que transmite por anticipado sus conclusiones sobre el fracaso como dimensión inherente a la existencia humana y, por tanto, sobre la conveniencia de procurar "fracasar mejor" -según el verso de Beckett- en vez de tratar de evitar lo inevitable. Y una última instrucción: aprender a aceptar lo desastroso riendo y bailando, como Zorba, el griego. También en este libro las palabras saben reír, bailar espléndidamente y celebrar la vida, apurando a conciencia, del cáliz de nuestros divinos fracasos, la espuma de su bella finitud.