Operadores de Wall Street en mitad de una sesión tormentosa

Traducción de M. A. Galmarini. Anagrama. Barcelona, 2013. 384 páginas, 19'90 euros

En 2002 el psicólogo Daniel Kahneman se convirtió en el primer no economista en ganar el Premio Nobel de Economía, aunque la conducta humana ha sido siempre estudiada por la profesión desde Adam Smith. En este libro, John Coates, investigador en neurociencia y finanzas de la Universidad de Cambridge, aprovecha su formación previa de economista y su experiencia profesional en Goldman Sachs y el Deutsche Bank, y aborda el comportamiento de las personas que están en la primera línea de los mercados según la disciplina que, en opinión de Alfred Marshall a finales del siglo XIX, debía constituir la Meca de los economistas: la biología.



El subtítulo original del libro habla de "la hora entre el perro y el lobo", antigua expresión francesa que alude al anochecer, cuando no distinguimos y tememos la metamorfosis del uno en el otro, un misterio que Coates pretende iluminar subrayando los mecanismos fisiológicos de cooperación entre el cerebro y el cuerpo "en momentos decisivos de la vida, como la asunción de riesgos, incluidos, con mayor razón aún, los riesgos financieros". Esto es lo mejor del libro, con el que me sentí identificado porque de joven fui "bróker" y conozco el tenso ambiente de esos mercados, a los que defendí hace muchos años en El País frente a ideas en las que temo que Coates cree, como que esos agentes controlan los mercados.



Así, es razonable conjeturar que "las hormonas, y más en general las señales del cuerpo, influyen en la asunción de riesgos de los operadores financieros"; pero es muy diferente plantearse: "la naturaleza y la cultura, la biología y la gestión empresarial, contribuyen a crear crisis financieras", "la testosterona puede ser la molécula de la exuberancia irracional", "la posibilidad de que las hormonas del estrés constituyen el fundamento fisiológico del mercado de derivados", o "el cortisol es la molécula del pensamiento irracional". Para dar ese salto, Coates se apoya en la cuestionable idea de que los mercados se mueven por los animal spirits keynesianos, y en la caricatura de la economía, de la que el neoclasicismo es gran responsable, como artefacto fríamente racional, como si fuéramos "ordenadores andantes", incapaces de ir más allá del crudo utilitarismo del homo economicus.



Es difícil exagerar el daño que ha hecho la teoría económica neoclásica a la comprensión de la conducta humana hipertrofiando esta caricatura que reduce a la economía a la pura asignación de recursos escasos y de uso alternativo para alcanzar fines múltiples y de distinta jerarquía, como lo plasmó Lionel Robbins en la década de 1930. Esto brindó muchas satisfacciones a los economistas pero los alejó de lo que supuestamente debían comprender y explicar: la acción de las personas reales en sus tratos y contratos reales. Algo parecido le sucede a John Coates.



Al final, arrecian los tópicos de "una comunidad financiera salvaje", los mercados "inhumanos" y la "hipótesis de los mercados eficientes" (secunda abiertamente al nuevo Nobel Shiller; véase una crítica aquí ). Ese reduccionismo resulta tan defectuoso como su paralela visión de la crisis causada por los mercados, y su asombrosa elusión del papel de la política. Allí no cabe la neuroeconomía, porque las autoridades parecen no tener biología sino sólo buenas intenciones. De hecho, la única vez que analiza lo que les sucede fisiológicamente a los que trabajan en el sector público es cuando se refiere a la inquietud de los trabajadores en las empresas públicas que se privatizan. Sólo en los mercados hay reacciones homeostáticas entre el cuerpo y el cerebro, mientras que las autoridades de los bancos centrales se ocupan sólo de nuestra seguridad, y sólo se equivocan cuando desregulan. En suma, biología bien, economía regular.