Emilio Lledó. Foto: Alberto Aja
De las más de treinta millones de consultas que cada mes recibe el DRAE en línea, la palabra o lema más solicitado viene siendo, en los últimos tiempos, precisamente cultura. Sin embargo, hace ahora un año durante unos pocos meses se vio esbancada por majunche, que en Venezuela sirve para referirse despectivamente a los que en el Río de la Plata son meros boludos o pelotudos. No se trataba de un error en el cómputo informático, sino tan solo de la incidencia en el diccionario consultado en www.rae.es de los fragores de la campaña presidencial venezolana en la que el candidato Chávez nunca mencionaba a su oponente Capriles por su nombre, sino que se refería a él como "el majunche" por antonomasia.Las aguas han vuelto, pues, a su cauce, y si hacemos honor a esta referencia debemos convenir en que los hispanohablantes sienten considerable interés por conocer el significado exacto de una palabra tan noble, diáfana y reiteradamente utilizada como sometida de un tiempo a esta parte a todo tipo de manipulaciones por quienes no dudan en hablar de la cultura de la droga, la cultura de la KGB o la cultura del body making.
Precisamente en una de las páginas de esta compilación de ensayos e intervenciones públicas de Emilio Lledó (Sevilla, 1927), el maestro sale al paso de todo intento por calificar la cultura, especialmente a propósito de la llamada "cultura de masas", y defiende su acepción "como desarrollo y fomento de la capacidad de juzgar, de entender, de analizar , de interpretar" (página 78), en línea de lo que comúnmente se entiende como ese "conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico". Pese a lo facticio de este volumen, y a que su título no haga referencia a ella, en estas páginas sin desperdicio se va desgranando una secuencia compacta en la que desde el lenguaje, la memoria y el tiempo, gracias a la escritura y el libro, alcanzamos el puerto seguro de la cultura y la educación, de la comunicación, la solidaridad y la libertad de pensamiento que abona todo juicio crítico.
Son temas fundamentales, y muy queridos para el autor de El surco del tiempo. Cobran aquí especial viveza por el carácter casi oral de algunas de sus presentaciones, por el fermento autobiográfico de otras (los maestros de la República, la guerra civil, la vivencia de la cultura alemana, o el vivir "en conversación con los difuntos" en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional), y siempre por la voluntad de estilo de un filósofo que ha hecho también de la claridad (y la belleza expresiva) su compromiso de cortesía para con los lectores.
Al recurrir Lledó, con discreción y buen tino, a las fuentes del pensamiento clásico, cuando las cosas, las pasiones y los conceptos eran dichos por primera vez, encuentra muestras convincentes de que, incluso en nuestra transmodernidad, sigue viva la leyenda del Kohelet traducido por nuestros judíos de Ferrara: y no nada nuevo debaxo del sol. En cierto modo, Los libros y la libertad acredita la vitalidad que siguen mostrando dos cuestiones heredadas de los años sesenta del pasado siglo: la muerte del libro y el triunfo de la sociedad de masas. "El medio no ha sido nunca el mensaje" (página 60), contradice Lledó a McLuhan, al tiempo que denuncia "el imperio implacable de la televisión" (pag. 126) y, entre los peligros de la Tecnópolis de Postman, advierte acerca de las "tiranías de las palabras", en especial de "la corrupción del lenguaje" (pag. 60) de tan triste vigencia hoy por hoy, que ya angustiaba al poeta José Angel Valente y que Baudrillard calificaba como "le crime parfait", consistente en hacer desaparecer la realidad como referencia inexcusable de las voces y los signos. Lledó, ¿apocalíptico o integrado? Ninguna de las dos cosas, sino ecuánime valedor de la impronta, difícilmente sustituible, que el ejercicio del lenguaje y su plasmación en la palabra dejó y sigue dejando al servicio de la cultura "como fuerza educadora, transformadora, alentadora, esperanzadora".