David Foster Wallace
Las Conversaciones son una juerga y también una cosa muy seria. Si a uno le interesa DFW se verá tentado a subrayarlo, aproximadamente, todo. Una ilusión: reproducir aquí medio libro. Citas como esta: "la televisión no inventó nuestra infantilidad estética más que el Proyecto Manhattan inventó la agresión". O esta otra: "la saga Terminator de Cameron puede verse como metáfora de toda la literatura tras Roland Barthes". O una de acreditado éxito en mi muro de Facebook: "la idea de probar a ser escritor me repelía, principalmente a causa de todos los estetas afectados que conocí en la universidad y que llevaban boinas y se acariciaban las barbillas y se llamaban a sí mismos escritores. Todavía me aterroriza parecerme a esos tipos". Ahora bien, admitamos que DFW no es una religión universal y habrá quien no se considere muy interesado en él. En ese caso, este libro sigue mereciendo la pena; en primer lugar, porque probablemente logrará que cambie de opinión. Pero, si no, al lector le quedarán muchos placeres a los que aferrarse: una panorámica sensatísima sobre la literatura americana de las últimas décadas, incluyendo listas y pistas sobre otros escritores; numerosas reflexiones sobre la cultura americana y el éxito, la diversión o la televisión; varios chistes muy buenos; Wittgenstein explicado con gracia.
Reconoces una personalidad absorbente al constatar que los entrevistadores de DFW sólo son capaces de poner en juego un recurso estilístico: imitar a DFW. La mayoría de ellos son hábiles y cultos y muy listos (el más decepcionante de sus interlocutores en este libro, tomen nota, es el único europeo), pero ante él sólo queda remedar su gracia, someterse a su talento. La clave es la de siempre en este autor: la tensión entre ironía posmoderna y generosidad. Me gusta cuando DFW pronuncia viejas palabras nobles: belleza, verdad, autoridad. Porque él está inmerso en un huracán de discusiones perfectamente sofisticadas, conoce la universidad y la academia y se pregunta por la recursión o la ironía, por la autoconciencia o la metaficción, y participa de la guerra experimental haciendo crecer el campo de batalla, hasta el punto de que parece, y tal vez es, un genuino representante de su generación y del trato difícil que esa generación tiene con la anterior, con la cultura de masas o con lo que sea que nos obligue a aguzar nuestro lenguaje técnico y nuestro cinismo. Pero en él, al final, siempre percibes un latido (¿un clic?) de vida no teórica, de compasión no mediatizada. Puedes creerte sus viejas palabras nobles, porque es evidente que sabe cuánto cuesta, y lo que cuesta, pronunciarlas hoy.
Wallace dice creer en una literatura que no se limite a recordar qué difícil es ser hoy de verdad un ser humano; eso ya lo sabemos, y cualquiera que quiera demostrar que es inteligente te lo va a decir. Lo interesante, afirma DFW, es preguntarse cómo llevamos el hecho de que, pese a ello, seguimos siendo humanos o podemos serlo. Ahí está resumida su literatura. Ahí, y en esta divisa que en sus libros se sobrepone a todo (también al instinto suicida): "gran parte del propósito de la narrativa consiste en agravar esa sensación de encierro y soledad y muerte, para inducir a la gente a afrontarla, puesto que cualquier posible salvación humana requiere que antes nos enfrentemos a lo que nos resulta espantoso, a lo que queremos negar". Era un tipo muy bueno.