Joaquín Leguina. Foto: Bernardo Díaz
Se abordan en este libro las grandes cuestiones ideológicas que han agitado en los últimos años el panorama político español, con la "memoria histórica" como centro del debate, por cuanto ha sido el motor de una combativa corriente política que promueve la exaltación acrítica del período republicano, juzga de modo maniqueo la guerra civil, considera la represión franquista como "genocidio" y desemboca en la fiebre actual de abrir fosas a lo largo y ancho de la geografía peninsular. Frente a lo que tilda de izquierdismo oportunista y dogmático, Leguina despliega todos sus argumentos, que en gran medida no son más que una exégesis de lo que ya señalaron muchos especialistas nada sospechosos de connivencia con la derecha (así, reputados historiadores como Santos Juliá o Álvarez Junco). En síntesis, se pone en la picota a esos "antifranquistas sobrevenidos" que quieren "reescribir la historia" para ganar en el campo de la propaganda lo que perdieron en el de batalla.
Por supuesto que Leguina admite que se busque a los muertos para enterrarlos dignamente, del mismo modo que defiende que los historiadores esclarezcan el pasado. Lo que le sublevan son las manipulaciones y oportunismos como los del juez Garzón y Almudena Grandes, los dos grandes blancos de sus críticas. Bajo la coartada de la "justicia universal", escribe, se mueven delirios de grandeza que rayan en el ridículo: lo que ningún Código Penal contempla ni puede contemplar es "procesar a los muertos, sean asesinos o ladrones de gallinas!(p. 129). Asumamos, dice a este respecto, que "la guerra civil es un gran cubo lleno de mierda y si metes ahí la mano ya sabes lo que te espera" (p. 47). Por ello mismo no tiene sentido a estas alturas impugnar la transición. Frente a las "ocurrencias" de este socialismo "adanista" que padecemos, Leguina defiende la moderación y el diálogo, sin satanizar al oponente.
No le faltará razón a quien arguya que todas estas cosas debió decirlas con la misma contundencia mucho antes -y no en el ocaso del zapaterismo- y, más aún, que debió decirlas en el seno de su partido, sin escudarse en una mal entendida disciplina porque, como él mismo reconoce ahora, antes que la militancia está la conciencia. Sea como fuere, lo más relevante a estas alturas estriba sin duda en la melancolía o incluso la desazón que produce el hecho de que estas páginas se reciban como una anomalía y hasta una excentricidad en el marco de la actual política del PSOE.