El viaje a Italia
François René de Chateaubriand
6 marzo, 2008 01:00Chauteubriand en Roma, Girodet-Trioson
François René de Chateaubriand (Bretaña, 1768-París, 1848) tiene treinta y cinco años y acaba de ser nombrado ministro plenipotenciario de la Embajada francesa en Roma cuando realiza este viaje a Italia. Corre el año de 1803 y a pesar de su juventud es ya una pequeña celebridad debido a la publicación de El genio del cristianismo. Esta travesía italiana -como señala Plácido de Prada en el prólogo- estaba destinada a ser más larga y así lo habría sido si el carácter del autor de Las memorias de ultratumba hubiese sido otro. Su espíritu indisciplinado le mueve a tomar iniciativas a espaldas del embajador, quien no tarda en sustituirle y la estancia no llega a durar tres años. Al igual que su espíritu de aquella época, el de este libro también es un poco indisciplinado, con los encantos y defectos que ello conlleva. Lo componen tres cartas a su amigo Joubert, las dos primeras deslavazadas, torpes y apresuradas, una desde Milán y otra desde Turín, en las que describe el viaje sin ningún interés, a las que sigue una maravillosa y larguísima tercera carta desde Roma, verdadero centro y corazón del libro en el que, a modo de diario -y seguramente con la intención de componer un libro posteriormente-, relata sus impresiones desde el 27 de junio de 1803 hasta enero de 1804, tras los viajes a las recién inauguradas excavaciones de Pompeya y Herculano.Sobra decir que la mirada de Chateubriand sobre Roma es una mirada entusiasta, quizá lo que cabría añadir es que es también una mirada distinta, en el sentido más fresco de la palabra. No conmueve a Chateubriand la previsible monumentalidad, sino esa Roma de extrarradio de las antiguas villas, la Roma de la vida en cualquier caso, las ruinas de las termas antes que el Vaticano, su forma un tanto esquinada de vivir su propio río, el Tíber, como si fuera un accidente que la traspasara de parte a parte antes que un centro de referencia, la presencia constante de la ruina que refiere a la vida y a la muerte a partes iguales. Como explicaba María Zambrano: "Por las ruinas se aparece ante nosotros la perspectiva del tiempo, de un tiempo concreto, vivido, que se prolonga hasta nosotros y aún prosigue". Las ruinas, así lo ve Chateaubriand también, y más en Roma que en ninguna otra ciudad, son la conciencia, no de que un tiempo particular ha muerto, sino de que el tiempo (el nuestro) prosigue. Si las preguntas que asaltan a Chateubriand son conmovedoras no es tanto porque se refieran a Adriano, sino a sí mismo: "¿Dónde voy a estar, qué haré y qué será de mí de aquí a veinte años?". Chateaubriand agarra por el pescuezo la verdadera inquietud del viajero que llega a Roma: "Aguas que os precipitáis en esta noche profunda en que os oigo rugir, ¿desaparecéis más veloces que los días o podéis decirme qué es el hombre, vosotras que habéis visto pasar a tantas generaciones en estas orillas?"
Pero si hay algo que fascina a Chateaubriand es el Vesubio como símbolo (la descripción de su excursión al cráter es memorable) y el descubrimiento de Pompeya, el museo más maravilloso de la tierra; una ciudad romana conservada completa, como si sus habitantes acabasen de salir de ella un cuarto de hora antes. "Así, querido amigo, a cada paso recibimos advertencias de que no somos nada: en Portici me enseñaron un bloque de cenizas del Vesubio, que se desmenuza con sólo tocarlo, que conserva la impronta, más borrada cada día, del pecho y el brazo de una joven enterrada bajo las ruinas de Pompeya".
El descubrimiento de François René de Chateaubriand no es el de un paisaje, ni el de una ciudad, sino el de una conciencia; la de su propia fragilidad, que impregna cada línea de esta maravillosa tercera carta a Joubert. Tiempo de un pasado que lo sigue siendo, que se actualiza como pasado y que muestra, a la vez, un futuro que nunca fue. La ciudad trasciende a su propia caída; el hombre, a su viaje circunstancial.
"Trae a tu mente lo pasado y lo que ves frente a ti, verás que todo es igual. Gente que se casa y cría niños, que enferma y muere, que hace la guerra y fiestas, que se desplaza y cultiva su tierra, que adula y es arrogante, que sospecha y conspira, que desea la muerte de alguien y refunfuña por su presente, gente que se enamora, que atesora, que anhela el Consulado o el Imperio.¿Tienes ya visto aquello? Mira esto otro. ¿Te ocurre algo? Está bien. Todo suceso es tan cotidiano y conocido como la rosa en la primavera o la fruta en el verano. Tal es la enfermedad, la muerte, la injuria, la maquinación y todas las cosas que alegran o entristecen a los estúpidos. Eres un alma diminuta que lleva un cadáver, como decía Epicteto".
Marco Aurelio. Meditaciones